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© Revista de Artes Nº 10 - Agosto 2008
Buenos Aires - Argentina

 

 

OTTO

DIX


Foto: August Sander


TRIPTICO  DE  LA  GRAN CIUDAD

 

 

“COMO SI UN DIA TODO FUERA A ESTALLAR EN PEDAZOS…

 

Otto Dix es uno de los grandes pintores alemanes modernos. Nació en 1891 y murió en 1969. Participó en la Primera Guerra Mundial, y realizó sus estudios artísticos en las Academias de Dresde y Drusseldorf. En los años 20, fue con George Grosz uno de los mejores representantes de la Nueva Objetividad (Neue Sachlichkeit), de signo desgarrado y expresionista. Denunció la injusticia social de la Alemania de la posguerra, con un realismo próximo a la caricatura, con claros influjos del expresionismo, futurismo o dadaísmo. Combatió en la Segunda Guerra Mundial y fue hecho prisionero en Francia en 1945. Fue perseguido por el nazismo y tildado de artista degenerado; por ello, muchas de sus obras fueron destruidas.  En los primeros años de la posguerra, se instaló a orillas del lago Constanza, y realizó piezas de inspiración religiosa con carácter expresionista.

 

Cuando Otto Dix (1891-1969) terminó el Tríptico de la Gran Ciudad (181 x 403 cm.), los “locos años veinte” estaban en pleno apogeo. Todo Berlín se movía al ritmo del shimmy, el charlestón y el claqué, y el jazz había llegado hasta la ópera. Sin embargo, los efectos de la guerra perdida todavía se dejaban sentir diez años después del armisticio: los veteranos mendigando en las calles, los tullidos y las víctimas de la inflación contrastaban brutalmente con el frenesí y la sed de diversión de la gran ciudad. Dix ha plasmado esta oposición en su retablo profano; el artista tampoco podía olvidar el frente.

 

El pintor del Tríptico de la gran ciudad era originario de Untermhaus, una pequeña ciudad en las afueras de Gera (Turingia). La ciudad de Gera pertenecía a uno de los estados alemanes más pequeños, el principado de Reuss, gobernado por la línea más joven de la casa principal. Otto Dix nació allí «el 2 de diciembre de 1891 a la una y media de la madrugada, en la casa junto a la vieja iglesia gótica». Una pequeña ciudad en un pequeño estado: una sociedad rígidamente estructurada donde todo el mundo se conocía entre sí y todos sabían quién era cada uno, las autoridades tenían su poder de manos de Dios y así se proclamaba también en la iglesia. Mantener el orden era un deber cívico. Gracias a la caridad individual, existía un mínimo de protección social incluso para los más pobres.

 

El padre de Dix trabajaba como moldeador en una fundición, por lo tanto se encontraba en lo más bajo de la escala social. En la cúspide de la pirámide estaba el emperador en el lejano Berlín; Enrique XIV, príncipe de Reuss, era mucho más cercano. Ayudó al padre de Dix a financiar los estudios de pintura de su hijo, con la condición de que aprendiera primero un buen oficio. A los 13 años Otto Dix terminó la escuela y trabajó como aprendiz de un pintor decorador durante cuatro años.

 

Al final de su formación profesional, el artista dejó la pequeña ciudad para ir a Dresde, capital de Sajonia y metrópoli cultural de Alemania. En 1915 marchó a la guerra. El derrumbamiento del orden establecido, la miseria, los horrores del frente, el miedo, las mutilaciones y la muerte; todo esto le afectó profundamente. El pintor estaba perdido para los cuadros ejecutados según las leyes de la belleza convencional. El arte no le sirve para embellecer la existencia, sino que Dix desilusiona a los espectadores, muchos de los cuales se vuelven asqueados. En dos ocasiones tuvo que comparecer ante el tribunal por sus retratos de prostitutas y las escenas de burdeles al parecer obscenas. En ambas ocasiones fue absuelto. En 1923 un director de museo adquirió uno de los cuadros de guerra de Otto Dix, “La trinchera”, pero tiene que volver a descolgarlo por orden del consejo de administración. Un crítico de arte particularmente sensible afirmaba: «La segunda anatomía de Rembrandt es digna de que la besen. Esta de Dix es, permítanme la expresión, para vomitar’.

 

Dix realiza sin cesar autorretratos. Mentón saliente, mirada provocante y agresiva, como la del inválido representado en el ala izquierda del tríptico. Aunque nunca comentó nada al respecto, puede que su amargura se viera reforzada por el origen proletario. Quiere mostrárselo a los burgueses con sus ideas sobre la belleza, la seguridad y el orden.

 

Después de la guerra, Dix vivió en Dresde y Düsseldorf, instalándose más tarde en Berlín, la ciudad de cuatro millones de habitantes, y se hace “famoso”. Ahora pinta sobre todo retratos de gran formato: médicos, artistas, bohemios del Romanisches Café, cuadros de un duro realismo. En 1927 se le llama para que trabaje como profesor en la Academia de Dresde donde había terminado sus estudios sólo cinco años antes. A pesar del éxito, abandona Berlín para vivir en la ciudad que conoce y le gusta. De Berlín trae los dibujos para el Tríptico de la gran ciudad. Realizó el cuadro en el apacible estudio de la Academia, en la Brühlsche Terrasse, que descubre una vista panorámica del Elba. Una obra llena de experiencias personales pero, al mismo tiempo, un cuadro que capta de manera ejemplar el ambiente de los años veinte.

 

Los tullidos

 

El Tríptico de la gran ciudad fue pintado diez años después del armisticio, pero la guerra sigue siendo omnipresente en él: en el ala derecha se ve un tullido sin piernas con el rostro remendado, en el ala izquierda un hombre en uniforme caído en el suelo y delante de él un inválido de guerra con las piernas de palo que avanza con la ayuda de muletas. La proximidad terrible de la guerra perdida se refleja no sólo en los cuadros de Dix, sino también en los libros, las notas personales y los periódicos de la época. En 1928 se publica la novela “Guerra” de Ludwig Renn y en 1929 “Nada nuevo en el oeste” de Erich Maria Remarque. El conde Harry Kessler, hombre de letras y diplomático, anotó en su diario en agosto de 1927: “Por la tarde fui a ver la película bélica americana “What Price Glory?”  (Raoul Walsh, 1926), la mejor película de guerra que he visto hasta ahora...”

 

En agosto de 1928 Kessler atraviesa los campos de batalla de Verdún, llega Reims y ve “la catedral herida, atrozmente profanada, casi convertida en cenizas...”. Desea que toda la región sea declarada un lugar sagrado, visitada por los peregrinos para condenar la guerra. A continuación anota un contraste, similar al que representa Dix en las alas del tríptico, el contraste entre destrucción y diversión. «Ahora no son más que peregrinajes de turistas que profanan este paisaje como una chusma repugnante».

 

La guerra, los soldados y el ejército son también los temas clave en los debates parlamentarios de la República de Weimar. Para la izquierda fue el militarismo prusiano el causante de la desgracia de la guerra mundial y para la derecha fueron las revueltas de soldados las que provocaron aquel fin vergonzoso. Para el ala izquierda, los grupos políticos nacionalistas provocaban el peligro de una nueva guerra; para el ala derecha, los partidos socialistas estaban conduciendo al estado a la anarquía, etc, etc. La elección del mariscal Hindenburg, figura simbólica de la tradición militar prusiana, como presidente del Reich sancionó el triunfo de la derecha. Esto ocurría en 1925, tres años antes de que Dix representara los soldados inválidos en el tríptico de la gran ciudad.

 

Es poco probable que el artista quisiera emplear este motivo como un instrumento de agitación política o, por lo menos, no era su intención prioritaria. Era el recuerdo lo que le perseguía, el recuerdo de los horrores de la guerra, la destrucción y el sufrimiento. El tullido era un sinónimo no sólo para Dix. En ninguna otra época se pintaron en Alemania tantos lisiados como durante la República de Weimar, reaparecieron una y Otra vez en la literatura de entreguerras. En su novela de la gran ciudad «Fabian» (1931), Erich Kástner escribe unas líneas que pueden ser un comentario al inválido con la cara llena de remiendos, saludando con la mano en la frente a las mujeres que pasan indiferentes a su lado.

 

Fabian había oído decir que <había edificios aislados repartidos por la provincia, donde se encontraban todavía soldados mutilados. Hombres desmembrados, atrozmente desfigurados sin nariz, sin boca, Enfermeras que no se asustan ante nada nutrían a estos seres sin rostro, introduciendo estrechos tubos de cristal por los orificios entre las cicatrices, allí donde una vez estuvo la boca. Una boca que hubiera podido reír y hablar y gritar».

 

El negro

 

‘... en un mundo lleno de bastardos y negros, los conceptos de la belleza y la nobleza humanas también se perderían para siempre>’. Esta pesadilla de un mundo lleno de negros era evocada en 1927 por un político, Adolf Hitler, en su libro “Mcm Kampf”. Muchos alemanes pensaban y sentían como él. Los negros y los judíos amenazaban a la raza germánica y sobre todo su cultura. Eran los enemigos.

También se consideraban enemigas las tropas francesas de ocupación en Renania, formadas en parte por soldados negros de las colonias. Muchos patriotas se sentían profundamente humillados de que los negros tuvieran poder sobre los alemanes en suelo alemán.

Sin embargo, no sólo la propaganda racista y la presencia de soldados negros entre las tropas de ocupación determinaron esta actitud hostil durante la época de Weimar. Los negros eran también mensajeros del Nuevo Mundo. Se identificaban con América. Antes de la I Guerra Mundial, los Estados Unidos habían sido una colonia especial para los europeos. Se contemplaba con suficiencia a estos colonos atrevidos pero primitivos en un inmenso país salvaje. Del otro lado del Atlántico no venía ni música, ni pintura, ni literatura.

Después de la I Guerra Mundial, América se convirtió inesperadamente en la primera potencia mundial. Su industria estaba bastante más desarrollada que en Europa. El taylorismo, basado en la descomposición del proceso de producción en pequeñas etapas perfectamente calculadas (trabajo en cadena), se convirtió también en modelo de los empresarios europeos. El nivel de vida, la relación entre capital y trabajo, la práctica de la democracia parecían ejemplares y, en todo caso, mejores que en Alemania. Pero sobre todo vino de América un nuevo estilo de vida, por lo menos en las grandes ciudades. “Ah, el viejo París ha desaparecido para siempre — se oye—, ¡se está americanizando Y Berlín es el pionero americano en el continente”.

 

El ensayista suizo Max Rychner expone estas opiniones en un artículo titulado“La americanización de Europa?”, publicado en 1928 en la “Neue Rundschau”, año en que Dix acabó el Tríptico de la gran ciudad. Rychner cita las características de este estilo de vida: un optimismo desbordante, una simple confianza en uno mismo, un deseo firme e ingenuo por las cosas de este mundo, juventud y vitalidad. La expresión musical de este estilo de vida era la música de los negros, el jazz.

 

El jazz

 

El jazz se hizo popular en Alemania a mediados de los años 20. Sam Wooding y Duke Ellington llegaron con sus grupos en  1925, ese mismo año las “Musikblátter des Anbruchs” (Hojas musicales de la nueva era) dedicaban todo un número a esta nueva música. Allí se describe otro aspecto más del jazz: «Rebelión de los sordos instintos del pueblo contra una música sin ritmo. Espejo de nuestro tiempo: caos, máquinas, ruido. Máximo nivel de la expansividad. Victoria de la ironía, polo opuesto a la solemnidad, la ira contenida de los defensores de los bienes supremos eran todos aquellos que dividían tajantemente la música entre el arte sublime y la música ligera. El jazz abarcará ambos a la vez: actúa sobre las masas como los éxitos comerciales, pero sin su empalagosa superficialidad. El jazz no encajaba en la jerarquía cultural alemana, era cultura elevada venida de abajo, irritaba a muchos críticos musicales provocando su ira, siempre y cuando se dignaran a tomar nota de su existencia.

Estos críticos se vieron obligados a hacerlo cuando, en 1927 los músicos de jazz subieron al escenario de la ópera para la representación de “Johnny spielt auf”,  de Ernst Krenek. Más de 50 teatros alemanes presentaron la obra. “Las máquinas”, el ruido y caos formaban parte de ella: el timbre del teléfono, los silbidos de las sirenas y el martilleo de las máquinas. El héroe de la pieza era un violinista negro. El coro cantaba al final: “El nuevo mundo viene por el mar y hereda la vieja Europa a través del baile”.

 

El charlestón

Las rodillas juntas y los pies separados, la pareja está bailando el shimmy o el charlestón, dos bailes nuevos llegados de los Estados Unidos. El charlestón se hizo popular en Europa gracias a una bailarina de revista, la americana Josephine Baker: con su cuerpo elástico, sus movimientos y su pelo corto como un chico peinado con gomina, se convirtió en el modelo de muchas mujeres y muchachas en los bares y los clubs.

Los años veinte fueron, sobre todo en las grandes ciudades, «una salvaje fiesta de baile que arrastraba hasta a los más agotados, escribió Walther Kiaulehn, el folletinista berlinés. Se danzaba en los locales, pero también en las casas gracias al gramófono y los discos que comenzaron a producirse en serie a partir de 1925.

En l927 se publicó en la revista Weltbühneo un poema que comenzaba con la siguiente estrofa:

Discos brillantes con reflejos violáceos, chillidos melosos de violan, aornlamsftartivas de juerguistas, música de negros con sordina.

 Y terminaba así:

Aunque las horas se escapan.
Ellos no sienten que se acerca su fin.
Bailan como en los tiempos de Heme
Todavía sobre el volcán.

 

Numerosas descripciones muestran que este frenesí por el baile en los años veinte tiene algo que ver con el miedo al volcán. También reaparece en los cuadros. Al igual que los tullidos, los bares, los clubs y las fiestas de carnaval, son un tema recurrente de los artistas, por lo menos entre aquellos que querían mostrar la sociedad: Max Beckmann, George Grosz, Otto Dix o Karl Hofer. Sin embargo, sus personajes parecen aburrirse antes que divertirse, más bien se presentan asustados que tranquilos. En el bar de Dix tampoco hay nadie sonriendo.

 

El pelo corto

 

Después de la 1ª Guerra Mundial cambiaron muchas cosas, incluyendo la ropa y los peinados de las mujeres. Antes y durante la guerra llevaban trajes de manga larga y hasta el tobillo, con la cintura bien marcada acentuando las caderas y el pecho. Todo ello con una abundante cabellera. Durante los años veinte el bajo de la falda subió hasta por encima de la rodilla. Hasta entonces las mujeres europeas no habían podido enseñar tanto las piernas. Los vestidos se volvieron rectos, disimulando e incluso suprimiendo el pecho, el talle y las caderas. A partir de ahora ya podían enseñar los brazos y los hombros desnudos, las mujeres comenzaron a depilarse las axilas. El pelo, principal rasgo del erotismo femenino junto con el pecho y la cadera, se recortó según el modelo masculino: el corte a la garçon.

 

Esta revolución de la vestimenta femenina tiene muchas razones. La sociedad alemana de preguerra había sido una sociedad masculina dominada por el tipo del oficial. Cuanto más viril y militar se mostraba el hombre, tanto más femenina debía mostrarse la mujer. En 1918 los hombres no volvieron como héroes victoriosos; el kaiser, jefe de la armada y modelo supremo, había tenido que abandonar el país. Por otra parte, las mujeres habían aprendido durante la guerra a mantener la familia sin ayuda del esposo. Sabiendo entonces de lo que eran capaces, muchas mujeres se sentían desplazadas en el tradicional papel social. Muchas de ellas se vieron obligadas a trabajar como viudas de guerra. Las mujeres invadieron las fábricas y los despachos; convencieron a los profesores de las universidades de que podían estudiar y, al contrario que el Reich, la República les concedió el derecho al voto.

 

El cambio de papeles no fue sólo una consecuencia de la derrota, sino fruto de un largo movimiento de emancipación débil al comienzo. A ello se unieron las influencias de América cuya expresión más visible para los europeos eran las girls de las revistas. A diferencia de las bailarinas del can-can francés, las chicas no debían excitar al espectador. Muy al contrario. Parecían máquinas, ejecutando alineadas movimientos absolutamente idénticos. El sociólogo y crítico de cine Siegfried Kracauer, lo explica:

«Cuando formaban una línea ascendente y descendente, ilustraban brillantemente los avances de una cadena de producción. Cuando bailaban claqué a ritmo vertiginoso, parecía que estuvieran diciendo: business, business. Cuando levantaban las piernas con una precisión matemática, estaban aprobando alegremente los progresos de la racionalización. Y cuando repetían sin cesar los mismos gestos manteniéndose siempre en la fila, interiormente se veía una cadena interminable de coches saliendo de las fábricas hacia el mundo.

La palabra girl se convirtió en calificativo para designar un tipo de mujer realista, limpia, deportiva y segura de sí misma. Sin romanticismo ni celos, sin necesidad de la galantería propia de la época del kaiser que ya había desaparecido. Sin embargo había también un tipo opuesto: era la vampiresa, la devoradora de hombres personificada más tarde por Marlene Dietrich, Como sucesora de la antigua mujer fatal, no era tan nueva ni tan característica de su tiempo como la girl, aunque también representaba un tipo femenino que no se sometía a los hombres. Dix pinta una mezcla de las dos en la gran figura de pie en el panel central. El abanico de plumas de avestruz y el maquillaje de los ojos pertenece a la vampiresa, el corte de pelo, el vestido suelto y las piernas musculosas a la girl.

 

La sala de espera

 

Los años veinte en Alemania se designan como la época de Weimar pero enrealidad debería llamarse la “época berlinesa”, pues en aquella ciudad de cuatro millones de habitantes se manifestaron los fenómenos típicos de aquellos años: los conflictos políticos, las influencias americanas, el apogeo del teatro, la pluralidad de la prensa, el nuevo conglomerado de la política y el arte, y el afán salvaje por divertirse. Muchos contemporáneos, precisamente entre los intelectuales y los artistas, apenas podían soportar la enorme tensión berlinesa. Kracauer: “En las calles de Berlín uno a veces tiene la sensación de que, un día, todo va a estallar en pedazos”.

A muchos alemanes les parecía que todo esto no estaba “como Dios manda”, sobre todo con relación a la República, que era imposible sentirse a gusto y algo tenía que “pasar”. La nueva forma de gobierno no había surgido de un proceso, sino que había sido impuesta al país después de la abdicación del káiser. Su desaparición supuso la pérdida de la cabeza política y social que servía de punto de referencia. Faltaba un consenso político de base. El parlamento, con más de una veintena de partidos, era incapaz de dirigir el país. Todos esperaban un cambio. El  “Fabian” de Kástner describe el ambiente de la época como “provisional. Se vive de forma provisional en una gran "sala de espera”.

Los lugares representados en el tríptico de Otto Dix también tienen el carácter de una sala de espera. No invitan a quedarse allí. A la derecha, una falsa arquitectura pomposa y muy iluminada, como era habitual en los cines de la época. La sala de baile en el panel del centro aparece desprovista de una iluminación atractiva que anime a los clientes y en el ala izquierda se ve un puente sombrío  con las luces anaranjadas de los burdeles reflejándose en los adoquines. La gran ciudad de Dix no resulta acogedora.

En estos tres cuadros se encuentra un poco del presentimiento de Kracauer de que todo estaba a punto de estallar. Los espacios se distorsionan. Los elementos arquitectónicos a la derecha, apilados de forma absurda unos encima de otros. El suelo de parqué en el centro inclinándose hacia delante. A la izquierda, los adoquines del suelo demasiado grandes en comparación con los ladrillos del puente. A ello se añade siempre la «falsa» perspectiva en profundidad: la pareja que baila y la gran mujer de pie están mucho más alejados entre sí de lo que se ve en las tablas del parqué. La prostituta multicolor que rasca la cabeza del caballo con sus dedos puntiagudos, se encuentra junto a la cabeza del hombre tirado en el suelo, pero éste aparece al principio del puente y el caballo detrás. Todo parece no encajar. Incluso el caballo con el saco de avena resulta fuera de lugar.

“Qué hacía un caballo en esta ciudad, en este demencial juego de construcción?”, pregunta Erich Kástner por boca de Fabian, el protagonista de su novela.”También podía estar esperando allí el fin de Europa, en el lugar donde había nacido”. Kástner hace volver a Fabian a su ciudad natal, Dresde. Un paralelismo casual: En 1927 Dix viaja a Dresde, tan pronto como le ofrecen el puesto de profesor. En la carpeta lleva los dibujos del tríptico. Parte para la ciudad que conoce, donde se siente en casa e incluso seguro.

 

El arte degenerado (ver artículo al respecto)

En su Dresde natal,  Otto Dix pinta cada vez más cuadros de familia, su esposa, sus hijos y a sí mismo como padre. Parece que está en armonía con el entorno que le rodea. Ahora aparecen los motivos bíblicos; no por casualidad cuenta que había nacido “junto a la vieja iglesia gótica”.

El Tríptico de la gran ciudad sugiere también asociaciones religiosas no sólo por el formato de retablo: las mujeres del ala derecha, superpuestas sin perspectiva, evocan los grupos de ángeles de los pintores medievales, mientras la mujer del centro sostiene el abanico de plumas como una aureola. Las largas tiras de tela, que sobrepasan el vestido por la rodilla, nos recuerdan a las colas de los trajes de las estrellas de las revistas pero también a las alas que caen. En cuanto al inválido de la izquierda, no está clavado en la cruz pero también está atado a la madera. Dix hubiera podido subtitular el tríptico como “Babilonia, la gran prostituta”.

Dix fue uno de los primeros en ser expulsado de la Academia en 1933. Para los nazis, el arte debe volver a embellecer la existencia y, sobre todo, a glorificar la historia alemana y la raza aria. Los cuadros que dieron la fama a Dix no encajan en este concepto. Se les acusa de “atentar gravemente contra las buenas costumbres del pueblo alemán, y de dañar su voluntad de combate”.

Las obras de Otto Dix sirven ahora como instrumento de intimidación en las exposiciones propagandísticas. Exposiciones que se titulan “El arte al servicio de la desmoralización” o “Espejos de la decadencia” o todavía más simplemente “Arte degenerado”. Los nazis interpretan políticamente los cuadros “desmoralizantes” como “espejos” de la época de Weimar.

En 1934 se prohibe a Dix exponer sus telas. 260 de sus cuadros son confiscados en el curso de estos años. El artista se retira al campo y en 1936 se instila en Hemmenhofen (a orillas del lago Constanza), donde vivirá hasta su muerte.

Conservó el Triptico de la gran ciudad hasta 1965. Desde 1972 pertenece a la Stádtisehe Galerie de Stuttgart, allí ha encontrado un lugar excelente, expuesto junto a los dibujos de gran formato.

Fuente:
Los secretos de las obras de arte: Rose-Marie & Rainer Hagen. Tomo I Taschen GmbH, 2003.  Printed in Spain.