Arte e ideologías autoritarias en el siglo XX
DIDIER CALVAR *
No resulta ninguna novedad en la historia del arte, la existencia de un arte que se
declare al servicio de una ideología, puesto que en diferentes períodos de la historia
podemos encontrar un arte áulico y/o religioso, al servicio de la monarquía o de una
religión determinada.
La Reforma Católica en el Concilio de Trento, en su Decreto de Imágenes, propuso la
propagación de las ideas a través del arte, en la medida en que propugnaba que él debía
llevar el mensaje de la verdad católica; y esa concepción es coincidente con la de Lenin de
que las ideas del comunismo debían ser propagadas por medio del arte.
En realidad,
cualquier dogma que imponga una presencia totalitaria en su política cultural tenderá a
una uniformidad estética, identitaria, por una simple razón de seguridad. La tolerancia de
la diversidad puede resultar un fenómeno de difícil control cuando se pretende una imposición
que parte de una aspiración a la perfección, como resultaron imaginar el comunismo
y el fascismo, donde por su carácter de culminación de toda aspiración del hombre, representaban
un sistema cerrado en el cual no tenían cabida los cambios.
Las técnicas de dominio implementadas por parte del Estado respecto a sus ciudadanos
se alimentaban de formas estéticas y se desarrollaron programas culturales para poner
las artes al servicio de sus regímenes.
No se puede hablar de un programa específico del arte en las mencionadas ideologías,
pero sí dentro del marco de uno vinculante se manifestaron claras preferencias que significaron
la negación total del arte moderno.
El margen de libertad que podían tener los artistas en un programa cultural totalitario
fue, a la vez que limitado, en algunos casos ambiguo, pues nunca hay una impermeabilidad
absoluta en ningún régimen político.
En el caso del comunismo se colocó al arte dentro de un marco de método científico de
lucha contra la ideología burguesa reaccionaria producida por el imperialismo. Lo que no
se ajustara a este esquema era calificado con términos médicos como "patológico".
Lo
contradictorio del régimen soviético es que se adentró en la estética academicista, propugnada
por la misma burguesía capitalista, que era considerada su enemiga de clase.
El Partido Comunista Soviético consideró un sabotaje a la revolución la opción por el
arte moderno de algunos intelectuales y se consideró depositario de la labor de convencer
a los artistas para ponerse al servicio de la revolución en el "plan de propaganda de
monumentos" elaborado por el mismo Lenin, pero a través de murales y carteles políticos.
A los efectos propagandísticos este sistema de representación resultaba por demás
efectivo. Tanto el régimen soviético como los distintos fascismos europeos usaron el
formato gráfico-estético del cartel para vehiculizar sus ideologías. Sólo los títulos de
algunos de los carteles son elocuentes por sí mismos: "Logremos el plan quinquenal en
cuatro años" (1948), "Soldado del Ejército Rojo, sálvanos" (1942).
Los artistas que se inclinaron por el constructivismo se identificaron rápidamente con
las premisas de la revolución bolchevique que para ellos significaba la ruptura con el
antiguo régimen zarista.
En un principio el Comisariado de Educación no hizo ninguna opción definida respecto
a cuál debía ser la tendencia artística que representara al nuevo Estado Soviético. Se les
dio amplio margen de apoyo a todas las vertientes, y la aclaración de que ninguna quedaría
oficializada fue manifestada expresamente por el comisario Lunachartski.
Sin lugar a dudas existían simpatías mayores por las orientaciones próximas al Proletkult,
que resultaría la corriente triunfadora en su vertiente productivista.
Algunos autores opinan que más que las exigencias del estalinismo fue el lobby de pintores
realistas atrincherados en el Vchutemas, o Centro de Enseñanzas Superiores Artísticas,
que siguen la tradición de pintores rusos del siglo XIX y reivindican un realismo revolucionario,
el cual luego se conocerá como realismo socialista, y que se presenta ya en los años 20
como una alternativa más revolucionaria que la de los experimentalistas formalistas.
De esta manera, sin necesidad de intervención directa de Stalin se entierran todas las
propuestas vanguardistas que habían florecido anteriormente.
En 1932 se organiza una
exposición de "Arte en la época del Imperialismo" donde se presentan obras de la vanguardia,
de Malévich, pero también de Lariónov y Goncharova. Fue una exposición comparable
a la de Arte Degenerado en Alemania, con el propósito de estigmatizar a los
exponentes del arte moderno.
La idea de que el arte debe de tener una libertad vigilada, pasada por el tamiz de la censura
revolucionaria, está presente en las ideas vertidas por Trotsky en "Literatura y Revolución" de
1924. Su tesis es la del arte y la tecnología al servicio del Estado revolucionario.
No sólo en Europa sino también en Estados Unidos se veía con simpatías el acercamiento
de los artistas y los obreros con miras a instrumentar un mensaje social.
El Proyecto Artístico Federal del New Deal de Roosevelt vehiculó una acción coordinada
entre los artistas y el Estado norteamericano, con mayor flexibilidad, pero tampoco
con plena libertad. No debemos olvidar que los murales pintados por Rivera y Siqueiros
en EE.UU. fueron literalmente borrados por la censura de los comitentes.
Las propuestas de estos regímenes contenían una marcada dosis de nacionalismo, de
defensa de los valores vernáculos; la falta de "alemanidad" era una de las críticas que le
hacía Hitler al arte moderno. En la calificación "arte degenerado" se hacía especial mención
al carácter internacional de estas propuestas "degeneradas" como elemento negativo.
La alienación del arte era la que fomentaba su incomprensión, su distancia con el
público en general. Su plan era que Alemania produjese un arte asequible, para que todo
alemán medio pudiese colgarlo en su casa: "El artista debe crear para el pueblo", decía.
Así es que Hitler en su afán de patologizar al arte de la modernidad, mezcla en la
inauguración de la Casa del Arte Alemán en Munich las obras de "arte degenerado" con
obras producidas por enfermos psiquiátricos.
Otra fundamentación clave de la crítica hitleriana se basaba en la voluntad de trascendencia,
ya que deploraba el carácter de modas pasajeras, de los "ismos" vanguardistas
como un rasgo nefasto, contrario a un arte de "valores eternos".
Al instaurar un arte basado en el neoclasicismo y la ampulosidad académica revestida
de monumentalismo, los fascistas creían que habían redimido al arte de los charlatanes,
por lo cual le iban a otorgar un viso de calidad que había perdido con la vanguardia.
En el campo comunista Lenin afirmaba que "el arte tiene que tener sus raíces más
profundas en las grandes masas creadoras. Tiene que ser entendido y amado por ellas.
Tiene que unirlo y levantarlo en sus sentimientos..."
Corrientes como el abstraccionismo se tacharon de viejo arte burgués arrogante, que
debía ser sustituido por la Proletkult. Se veía con malos ojos que el arte reclamara independencia
frente a la política y se señalaba el daño producido por el futurismo, la abstracción
y el formalismo en general, como nocivo para el desarrollo del arte soviético, que tenía la
sagrada misión de enardecer a las masas.
En cuanto a la disidencia se usaban términos como "tendencias descompuestas", y se
decía que aunque defendieran "la revolución con palabras, no lo hacían en la praxis
creativa, a sus obras les faltaba pathos".
El hecho de que hubiera artistas que apoyaban a
la revolución pero no se expresaran de forma realista socialista, se consideraba un resabio
de la cultura burguesa que había que extirpar. A los más tolerados como Labas o Sterenberg
se les calificaba como apartados de la vida real y perdidos en experimentos formales,
aunque abrigaban la esperanza de que depusieran su actitud y se rectificaran. Según el
discurso oficial, "Con el tiempo algunos superaban sus extravíos, y se liberaban de la
influencia burguesa tardía; el Partido Comunista los orientaba en esta tarea".
El realismo pretendía ser una oposición a lo idealista, pero no era un arte que reflejara
la realidad; era una distorsión, y aunque este idealismo fuera rechazado a nivel teórico, el
realismo socialista no dejaba de ser otra idealización al servicio de la propaganda. Muchos
aspectos de la realidad fascista y estalinista eran intencionalmente ocultados.
En el caso particular del fascismo estaban ausentes temas muy reales como la explotación,
el imperialismo o el terrorismo de Estado.
Los estilemas de unos y otros se convirtieron en propuestas caducas, que se apoyaban
en gustos figurativos muy arraigados en toda la cultura occidental desde el Renacimiento.
La adopción del canon clásico se transforma en un pastiche que preconiza la
sanidad del arte frente a lo deforme, amorfo de las primeras vanguardias del siglo. Consideran
vital mantener el equilibrio del programa que se trazaron para propaganda del régimen
y cualquier apartamiento es entendido como una brecha conducente a la subversión
del orden establecido.
La realidad que se pretende mostrar es una realidad falseada para propaganda política,
que nunca muestra contradicciones, y en la que todo es edulcorado y esplendoroso.
Pero muchas de las pautas estéticas, creemos importante señalar, no están totalmente
apartadas de lo que son las europeas o norteamericanas contemporáneas a los autoritarismos;
no son el fascismo y el comunismo casos aislados, hay estilemas que tienen en
común con el Art Decó del mundo capitalista democrático, y tendencias academicistas no
desterradas de muchos otros lugares del mundo en ese momento.
No sólo en los regímenes totalitarios existió una superabundancia de monumentos
conmemorativos sino que fue un fenómeno común en los países capitalistas democráticos.
El afán pretencioso puede verse tanto en el metro de Moscú como en la arquitectura
de Speer o en los rascacielos neoyorquinos.
Tampoco la gigantomanía es privativa de las
ideologías autoritarias.
En lo temático resulta un retorno a la pintura de géneros, relacionado con la pintura
holandesa del s. XVII.
Tanto el fascismo como el comunismo adoptan como estilo una imagen aprehensible a
la mentalidad de la gran masa, pues justamente una de las bases más firmes para el anatema
es que el arte de vanguardia es incomprensible para el pueblo.
La importancia estriba en el contenido y la fuerza propagandística de este realismo
estereotipado que se adecua a la costumbre visual que ya tenía el público en general, por
lo cual cualquier forma vanguardista resultaba una agresión, no sólo al régimen sino
también al pueblo. Se rechaza el arte conflictivo que revele cualquier tipo de resquebrajamientos
en lo social. En el caso de los comunistas consideraban a estos conflictos innecesarios, porque supuestamente la revolución ya los había solucionado.
El arte debe apelar entonces a lo afectivo, mostrarse a través de las imágenes de una
Alemania rural idealizada o de una URSS en camino al desarrollo.
Exposiciones señeras marcaron el nuevo camino comolas de la URSS tituladas "Revolución,
vida y trabajo" de 1925.
Es justamente el trabajo un tema de fundamental importancia; éste tiene un valor en sí
mismo, ennoblece a quien lo practica, no se hace por el valor de la ganancia, sino que es
un servicio que se presta al Estado, un honor, y no existe oposición entre el trabajo manual
y el intelectual. No se mencionan el sudor y el agotamiento. A diferencia con el comunismo,
el fascismo evita tratar el tema del trabajador como una fuerza social y prefiere la
concepción de trabajador-soldado.
El trabajador es presentado en diferentes ámbitos, uno de ellos el paisaje idealizado del
campo, o el urbano de los nuevos regímenes. El paisaje modificado por la industria es un
leitmotiv de la pintura fascista y comunista.
El nazismo toma de Spengler la exaltación del vínculo orgánico entre el individuo y la
tierra, que para sus ideólogos había sido disuelto por el nomadismo intelectual de la
civilización urbano-industrial y la plutocracia, por lo cual describe a un campesino idealizado
hasta la ingenuidad, con un aspecto sano y fuerte.
Se hace particularmente hincapié en lo saludable del arte nazi que recupera las tradiciones
folklóricas alemanas mientras que la vanguardia se regodea con lo enfermizo de la sociedad.
Constantemente se habla de sanidad en términos médicos, de sanear la sociedad
enferma, de aspiración a la pureza para exorcizar de impurezas a la sociedad. El hombre
nuevo se construiría a partir de la aniquilación del hombre enfermo. El ataque contra los
judíos estaba basado en principios racistas de degeneración de la raza germánica, y se
invoca este pretexto para prohibir el matrimonio entre arios y judíos. El judío pasa a ser un
bacilo monstruoso al que hay que exterminar.
En palabras del propio Hitler:
"El descubrimiento
del germen judío es una de las mayores revoluciones del mundo (...) La lucha que
Pasteur y Koch llevaron a cabo debe ser realizada hoy en día por nosotros (...) Lograremos
la salud si eliminamos a los judíos". En 1940 el gueto de Varsovia fue rodeado de una
muralla de tres metros de altura con carteles que rezaban: "Zona de cuarentena epidémica".
No es casual que fueran los médicos los vigilantes del exterminio: eran ellos los que
con sus túnicas blancas debían abrir las llaves del gas para exterminar a los deformes,
previa certificación facultativa.
Es una maquiavélica mezcla de biopolítica y estética. Se declara la existencia de cierta
categoría de personas, entre las que están los judíos, los gitanos, los minusválidos, los
homosexuales, a los que hay que extirpar del "perfecto" cuerpo alemán para que no lo
corrompan porque eran inmunes a cualquier esfuerzo por mejorarlos, y sólo cabía destruirlos.
El genocidio se transforma en una operación quirúrgica destinada a crear un mundo
no contaminado, perfecto y superior, un deber del ario, una misión que estaría rodeada de
una estetización.
Otro ámbito donde se puede sanear física y espiritualmente a la juventud es el deporte,
por lo cual se transforma en tema obligado para los artistas; Deineka en la URSS o en el
filme Olimpia, de Leni Riefenstahl en Alemania.
Las manifestaciones deportivas y políticas revisten al nuevo orden de una gran pomposidad
visual, algo que sea elocuente por la misma forma. Grandes desfiles brillantes y
ordenados que inflamen el espíritu, no sólo de connacionales, sino de los extranjeros que
visitan Alemania o ven sus logros en los informativos filmados del régimen. Resulta fundamental
que el público del mundo aprecie la grandeza de los regímenes totalitarios.
Especialmente el III Reich se dedicó a construir espacios para estas grandes demostraciones
imperiales que emulaban la grandiosidad del imperio romano y dejaban pequeños a
los de los primeros de mayo en la Plaza Roja de Moscú.
El individuo debía desaparecer en la masa y contemplarse a sí mismo como integrante
de un colectivo.
Como señala Debord: el espectador alucinado cuanto más contempla, menos ve. El
socavamiento del derecho de reunión en un estado totalitario se sirve de estas convocatorias
para crear una ilusión de reunión en libertad. Las masas adoptan perfectas formas
geométricas que transmiten una sensación de puntilloso orden en el nuevo régimen.
El espíritu de alegría del "nuevo hombre" debe contrastar con el desánimo del contrarevolucionario.
No en vano la España franquista utiliza como imagen oficial una España de castañuelas
y pandereta, un estereotipo del tópico de la alegría andaluza.
Determinados recursos están vinculados con el tema religioso. Esto se presenta en
relación con la figura de la madre y del líder, próximos a la composición de la iconografía
cristiana. Es el jefe, conductor del sagrado destino del Estado, como Cristo de su religión.
Se compara a Hitler con Enrique el León, a Stalin con Alexander Nevsky, a Mussolini con
Augusto y a Franco con los Reyes Católicos o Don Pelayo, líder de la Reconquista, y con
frecuencia están rodeadas de elementos de apoteosis. Casi siempre el líder aparece enérgico,
firme, nunca en posición relajada, a veces mirando a la distancia, viendo lo que los
demás no pueden ver, como si interpretara el futuro para allanarle el camino a sus compatriotas.
Es frecuente el recurso de los paralelismos históricos al exaltar el carácter patriótico
del pueblo, como las victorias rusas y españolas contra Napoleón, la unificación española
a cargo de los Reyes Católicos, o la batalla de los alemanes de Enrique I contra los
húngaros sobre el Unstrut o frente a los turcos en Viena en 1683.
Desde el cine de Eisenstein al tríptico de Korin, Alexander Nevsky, el caudillo medieval
que rechazó a suecos y alemanes en el hielo del lago de Peipus, simboliza la invencibilidad
frente a los alemanes, la ferocidad con la que la Madre Patria rusa es defendida por sus
habitantes. Franco también usa el episodio de Numancia como la resistencia del español
hasta la muerte, en alusión al episodio del sitio del Alcázar de Toledo durante la Guerra Civil.
Así como la figura de María, la presencia de la madre en la iconografía totalitaria
ennoblece toda la composición; ella es la portadora del orden natural, la que simboliza la
fertilidad de la causa, la encargada de producir con su propio cuerpo la fuerza de trabajo.Para los nazis es también la guardiana de la raza, pero fundamentalmente un objeto para
ser fertilizado.
El tema bélico fue un tema obligado dentro de la iconografía de los autoritarismos. Por
más guerra de agresión imperialista que practicaran Alemania e Italia, la imagen oficial
debía mostrar que se trataba de una causa justa, por espacio vital, o para evitar agresiones,
pero siempre en defensa de la patria.
La representación del episodio bélico en general, además de haber creado una gran
cohesión interna en lo político, sirvió de tema del arte en numerosas expresiones, tanto en
la pintura como en el cartelismo, y trajo un revival del género épico. En lo referente al arte
propagandístico de la guerra tenemos múltiples ejemplos de maniqueísmo en uno y otro
bando que libraron la Segunda Guerra Mundial, tanto en las artes plásticas como en las del
espectáculo.
La crítica europea vivió con gran vergüenza la experiencia fascista y su imperialismo
exterminador que contradecía la visión que los europeos tienen de sí mismos de ser una "cultura exportadora de civilización". La colaboración de la burguesía europea con el
fascismo es sin duda una realidad vergonzante que es preferible ocultar y no analizar con
demasiada profundidad. A su vez la intelectualidad de izquierdas practicó un silencio
encubridor sobre las actividades represivas de los regímenes comunistas, y planteó que la
libertad, entendida como algo absoluto en las democracias burguesas, era un sofisma.
La política de limpieza que se emprende en esos años tiene un carácter protector desde
el poder del Estado, el que se arroga el derecho de marcar el rumbo, y establecer las pautas
de orden y buen gusto que deberán marcar el camino estético. A través de una política
directriz se elimina lo que se considera una desviación de la buena senda. Lo singular para
el siglo XX es la pretensión de practicar una unificación obligatoria y un control absoluto
de la multiplicidad, pero en aras de la perfección. Bobbio analiza ese afán común de
fascismo y comunismo de alcanzar un estado de perfección, en el que el individuo tiene
que contribuir como parte de un organismo para consolidarla. Esta exigencia es la que
distancia principalmente a los autoritarismos de las democracias liberales.
La realidad es que en esos años la vanguardia moderna fue atacada desde diferentes
flancos, desde el capitalismo norteamericano, el comunismo soviético y el fascismo de
Hitler. De Mussolini puede decirse que tuvo una política más ambigua al respecto, por el
apoyo recibido de parte de algunos futuristas como Marinetti, quien a pesar de todo se
transforma en un personaje molesto y es confinado a la Academia de Artes.
Franco no incidió mayormente en pautas estéticas concretas, aunque se plegó a lo
practicado por sus aliados, y aplicó la censura de sectores que anteriormente habían
apoyado a la República. Tuvo sí veleidades artísticas al escribir el guión de la película Raza, así como Hitler las tuvo de pintor antes de su ascenso al poder, y ya en él, de
supremo artífice al estilo de Nerón.
Cada uno de estos regímenes utilizó un lenguaje diferente para criticar la vanguardia;
los soviéticos lanzaron sus diatribas contra un arte desideologizado, formalista, decadente
y pequeño-burgués, pero también hicieron hincapié en su inutilidad. Los nazis lo llamaron "degenerado", y algunos sectores conservadores norteamericanos lo tildaron de comunista
y extranjerizante.
Con un mayor o menor grado de imperiosidad se pretendió salvar al mundo de los
efectos perniciosos de la modernidad, pero ésta aprovechó resquicios como el fin de la
Segunda Guerra Mundial o la Glasnost para zafarse de cualquier corsé que se le hubiera
querido imponer.
Bibliografía:
Arendt, Hannah. (1992). Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza
Catálogo exposición Art and Power. Londres, 1993
De Micheli, Mario. (2000). L’ arte sotto le dittature. Milán: Feltrinelli
Elsen, Albert. (1978). La arquitectura como símbolo de poder. Barcelona: Tusquets
Hinz, B. (1975). L’ arte del nazismo. Milán: Mazzotta
Llorente, Ángel. (1995). Arte e ideología en el franquismo. Madrid: Visor
* Didier Calvar
Phd (Cand.) Historia del Arte, Universidad de Barcelona. Examinador, First
Certificate, Universidad de Cambridge. Catedrático Asociado de Inglés. Docente
de Arte y Estética de las Licenciaturas en Comunicación, Universidad ORT Uruguay. |
Fuente:
INMEDIACIONES de la comunicación - AÑO IV - NÚMERO 4 – Dic 2003
http://www.ort.edu.uy/fcd/pdf/InmediacionesIV.pdf
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