Revista de Artes
Edición nº 14

Mayo / Junio 2009
Buenos Aires
- Argentina


letras

EL HIJO DEL MÉDICO
Cuento
                 Carlos Almira Picazo*

Dos sombras se deslizan por el muro del cementerio. Una de ellas se encorva al llegar a un punto bajo de la tapia, ayuda a encaramarse a la otra, y en un santiamén, ambas saltan al otro lado.
No son fantasmas, ni ladrones, ni profanadores de tumbas; el padre, don Ismael Pomar, es el médico del pueblo (el pueblucho como lo llama con amargura desde hace treinta años); el joven que se arrastra junto a él, de pelo rebelde y frente y mirada huidiza, es Miguel de Asís Pomar, Pomarcito, su hijo.
Mientras el primero posee cierta apostura, el joven apenas lograr cerrar la boca donde se le ahuecan los bostezos, y marcha como a regañadientes, sin ningún aplomo, junto a la negrura de la tapia.
La noche es cerrada, sin luna; los ruidos del viento y de Dios sabe dónde, sobresaltan aquellas soledades a cada instante.
Al cabo, alcanzan sigilosamente la parte más baja del cementerio, donde están las fosas, y comienzan a excavar la sepultura del pobre Basilio, el borracho del pueblo.
Inmediatamente surgió la disputa. El hijo, entre indiferente y supersticioso, tenía prisa por acabar; el doctor Pomar, por su parte, le miraba de reojo sin dejar de remover el amocafre en la tierra recién apisonada:
-no tenemos toda la noche, ¿quieres callarte?
-pobre Basilio, ¿no te da grima remover su tumba?
-dame otra bolsa y cállate, iba metiendo las paletadas en bolsas de plástico.
De sobra sabía Pomarcito que no iba a convencerlo. ¡Viejo testarudo! Se había empeñado en que estudiase Medicina, pero no para quedarse en medicucho de pueblo, como él, sino para investigar los grandes misterios de esta Ciencia.
¿Y él? ¿Tenía en cuenta sus deseos? ¡En absoluto! Su aspiración de ser músico, de tocar en teatros, de hacerse actor de variedades y viajar en trenes; en aviones; de avistar paisajes exóticos; de rodearse de mujeres de revista; todo esto, todo lo que se refería a él, le traía sin cuidado.
¡Ya estaba harto de rondar por los hospitales y los cementerios; de ver enfermos terminales; del olor y la suciedad de sus habitaciones; de la lobreguez acartonada de los difuntos; de desenterrar cadáveres, como el del pobre Basilio, de quien nadie se ocupaba; si sólo pensar en la sangre le daba arcadas!
El bueno de Basilio con quien había corrido más de una juerga, asomó al fin lo que parecía un brazo, un revoltijo negro de ropa asomó entre la caja podrida. Ésta se había deshecho con rapidez, en pocos días, como si la tierra contuviese ácido sulfúrico. ¿Cómo estaría el resto?
¿Qué culpa tengo yo de que no te hayan dado tu dichosa cátedra de Anatomía en Madrid o en Barcelona, ojalá te la hubiesen dado y me dejases en paz, por qué tienes que pagarla conmigo?  
Con lágrimas en los ojos, el doctor Pomar rellenó la última bolsa y se volvió hacia él:
-ayúdame.
Pero él no se movió. Ahí estaba su amigo Basilio, rígido como un muñeco, pringado de tierra. Toda la vida dando traspiés por aquellas cuestas, para acabar así. ¡No, no, no, y no!
De pronto se oyó un clic, como si alguien hubiese pisado una ramita o una hoja seca en la oscuridad, a pocos pasos. El otoño había entrado aquel año con fuerza, muy pronto, con sus penumbras y humedades. Una ráfaga súbita tembló en el seto de cipreses.
Aquel día precisamente iba a enseñarle a su hijo el funcionamiento del aparato digestivo. No podía esperar a que terminase de descomponerse. Mas con un cuerpo como aquel, que debía tener el hígado destrozado. Tenía una teoría personal, ¡revolucionaria!, sobre la necrosis de los tejidos, que nunca había revelado a nadie. ¡Pero había que apresurarse!     
De pronto cogió a su hijo por la manga y lo atrajo con fuerza a la fosa, vaciando sobre ella la potente luz de su linterna. No era necesario ni mover el cuerpo, que estaba boca arriba. De una bolsita de cuero comenzó a sacar sus escalpelos y tijeras.
-sujeta la linterna, ordenó.
Pero ya fuera porque las manos le temblaban, ya por otra causa, la linterna cayó a la fosa resonando con un golpe agrio, seco, dejándolos en la oscuridad. El viento se detuvo. Sin luna, padre e hijo se vieron de pronto enzarzados en una confusa lucha entreverada de insultos.
Lo que tiene desconcertada a la policía, y hace de este caso un crimen prácticamente insoluble, es la fractura craneal de las víctimas, padre e hijo, producida por el golpe contundente de una botella, y el licor de aguardiente de cerezas desparramado junto a ambos y sobre el cuerpo del pobre Basilio.

* Carlos Almira Picazo. GRANADA (ESPAÑA).
Nació el 31 de mayo de 1965 en Castellón de la Plana, España.
Doctor en Historia por la Universidad de Granada. Autor de una novela en papel: Jesuá, ed. Entrelíneas, Madrid, 2005; de un ensayo en papel: ¡Viva España! El nacionalismo fundacional del régimen de Franco (1939-43), Editorial Comares, Granada, 1997; de una novela en formato digital: Todo es Noche, Prometeus mdq, abril 2007; y de un centenar de cuentos y ensayos, publicados en revistas como Adamar, Axxon, Ed. Badosa, Destiempos, El Coloquio de los Perros, Cañasanta, Diezdedos, Remolinos, Magazine Siglo XXI, El Fantasma de la Glorieta, Revestidos, Tiempos Futuros, Quaderns Digitals, Literae Internacional,Ariadna, Las Voces de la Cometa, etcétera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Revista de Artes Nº 14 - Mayo / Junio 2009
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