Iglesia y cabellos
Por el Dr. Felipe Martínez Pérez
La Iglesia que surge de la conjunción de romanos y visigodos relega poco a poco el paganismo al olvido, a la vez que se apropia de su pagana religiosidad, dando inicio a una transición que lleva de los dioses a Dios. De un dios para cada necesidad se pasa a un Dios que involucra todas las necesidades. Y si aquellos dioses mantenían sus privilegios, el Dios que surge, será privilegio y herramienta de unas capas sociales que pretenden la gracia para sí mismas; y como la gracia, por naturaleza, se opone a la carga, necesariamente se da nacimiento a la exención que ha de primar los entresijos de la vida social y cultural, de modo particular en las costumbres que sin romper con la tradición se verán trastocadas unas veces, y trastornadas siempre.
Los Padres de la Iglesia vienen a decir que el cabello es el ornato natural de la cabeza. Desde los griegos, ésta, es el adorno natural del cuerpo, por lo tanto no puede llamar la atención el cuidado puesto de manifiesto y los múltiples estilos de peinados, con que mejor adornar tan señera efigie. Mientras para las egipcias, griegas y romanas, el pelo es un adorno con el que juegan en la variación de los volúmenes, lo higienizan por necesidades simplemente humanas y lo aderezan y adornan buscando paz a su gusto inquieto, sin olvidar lo que tiene de reclamo por su capacidad de suscitar, los moralistas, por el contrario, brincan sufriendo entre el privilegio de ciertos peinados y el constante desmadre hacia la sexualidad que evoca una cabellera en libertad o el alto poder de seducción que esconden algunas formas recogidas.
Para los hombres de la Iglesia los cabellos no guardan inocencia. En la sociedad cristiana desde los primeros vagidos, el adorno coincide con el privilegio de clase y las damas de alcurnia que los pretenden y gustan de ellos, no acogerán con agrado los discursos que busquen cercenar su libertad. Dicho de otra manera, las damas, que en buena parte posibilitan la singladura cristiana, se muestran remisas a prohibirse a sí mismas y tendrán a lo largo de los siglos el apoyo directo o indirecto de los hombres, tanto de los propios, como de los ajenos, que gustan de otear hermosos paisajes capilares. Claro, que los moralistas no se dan por vencidos y aprovechan resquicios y coyunturas para gritar su mensaje.
Corta es la andadura de la Iglesia, cuando los Santos Padres presentan a la opinión sus primeras advertencias, y tanto apostrofan contra las melenas que se contonean al compás del viento, como se hacen cruces por las provocativas filigranas de los rizos, y dudan, después de sesudas cavilaciones en la longitud en que los cabellos deben ser acotados; afanándose rigurosos entre el decoro y el desmadre. Buscan la ayuda de la Biblia, alarmados por las distintas modas, mas a la postre siempre encuentran bajo los cabellos la sombra azufrada del demonio. Así el anatema cae tanto para los empinados peinados de las damas pudientes, como para la simple e inocente trenza de la campesina; reprenden los hilos de oro entremezclados en los cabellos y no justifican las bellas guirnaldas, pues todo suscita y transgrede. Y bajo ningún punto de vista toleran las tinturas, que les exacerba peligrosamente la fiebre represora.
No obstante la batalla está perdida, pues los moralistas se empecinan en demostrar que el rubio y el cobrizo eran los colores que usaban las rameras, olvidando que son, precisamente, los apetecidos por las damas de vida regalada. De manera que muy mal lo tenían los moralistas y está claro el poco éxito, salvo, eso sí y no siempre, de introyectar sentimientos de culpa. Pero de nada han valido a juzgar por los resultados. Por otra parte los cabellos además de confirmar un bellísimo paisaje forman parte de lo privado, del adorno más importante y natural, al punto que los cabellos de las mancebas o doncellas o mozas en cabello, eran intocables y defendidos por los distintos Fueros, pues era como violentar su virginidad. Así el de Plasencia imponía severos castigos a quien las tomara por las guedejas. En su ley 6 dice, que “todo ome que por cabellos a mugier tomare, peche diez maravedís si firmar podiere”, lo cual trae a colación los estratos del privilegio, pues si no sabía firmar iba a la cárcel.
San Pablo tiene en alta estima a los cabellos. Cortos en el hombre, que debe velar por su cuidado y normal longitud. Por el contrario, es natural que sean largos en la mujer, claro, que de inmediato presenta ciertas reservas para cuando se halla en el templo y entiende que el tocado debería formar parte del atuendo femenino. “Todo varón que ora o profetiza con su cabeza cubierta afrenta su cabeza” (1.Cor.11.4), pero toda “mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta su cabeza; porque lo mismo es que si se hubiese rapado” (1.Cor.11.5); Siglos después, continúa la discusión sin llegar a un acuerdo en la necesidad de velar “el velo Natural” que, tal era conceptualmente la función del pelo. El problema, que en realidad no existía, emerge con el censor y moralista cuando se da a la tarea de dictaminar el límite, tanto de la longitud como del color, y los posibles peligros que se pueden desarrollar a partir de la seducción. Un planteamiento que atenta contra el libre albedrío de recogerlo o dejarlo en total libertad sobre los hombros, espalda o cintura. San Pablo en la Epístola a Timoteo ordena que la mujer además de ataviarse con ropa decorosa, no irá “con peinado ostentoso”, de modo que surge contradicción y ambigüedad en la interpretación, pues ostentar puede ser simplemente patentizar algo, en este caso el cabello, como hacer gala de lucimiento, grandeza y hasta boato, en cuyo caso se trata de un pavoneo doloso que transita por los andariveles de la exhibición.
A pesar de tanto precepto cristiano las elegantes de Bizancio con Teodora a la cabeza se engalanan con los más preciosos peinados que adornan toda clase de joyas y tejidos. Adictos a todo derroche de ornamentos serán también los visigodos que en España apuntalan el cristianismo. Es tal la cantidad de utensilios, telas, joyas, afeites, colores y un largo etcétera, que todo tendrá cabida por su importancia, en las Etimologías. San Isidoro impresionante testigo de una época en que se termina la Antigüedad, dará noticia en su “enciclopedia de los orígenes” de cuanto material cabe en las necesidades cotidianas, así como todo lo que apunte a la cultura refrendado con equilibrio y equidistancia. Isidoro de Sevilla, en ningún momento tiene palabras de censura para las mujeres, solo da testimonio de los adornos, utensilios y colores cuando se refiere a los cabellos.
Unos colores que encuentran su lugar en la pintura de las paredes, en las miniaturas y letras capitales de los códices, o sirven como pigmentos para mudar el color del cabello y embellecer las uñas. San Isidoro recoge todos los pigmentos en uso, así como los orígenes y calidades, ya en su estado natural como en el artificio de las mezclas. Incluso, algunos exóticos, utilizados por las mujeres para maquillarse, tal el venetus que tornaba azules los cabellos y hasta los caballos del circo. San Isidoro es un excelente observador, “las mujeres conservan cabelleras largas, que suelen ser distintivo muy apreciado de las doncellas, y al mismo tiempo constituyen un ornato tan apropiado que, recogidas sus melenas hacia arriba, llegan a rodear su cabeza, a manera de un alcázar, con la amplitud de sus cabellos” (1) Es sin duda un pensamiento parecido al de los griegos y de mucho mayor vuelo que el de San Pablo, pues teniendo en sus manos la oportunidad de introducir reparos, no lo hace, por el contrario parece encantado con las nuevas que explica sobre modas y estilos.
Muy distinto es el pensamiento de San Agustín, para quien el alcázar preciado es la misma cabeza, y se alarma por las cabelleras crecidas, heraldos de graves pecados. Habrá que tener en cuenta a tan egregio doctor, debido a sus múltiples conocimientos de las mujeres y sus pecados, al menos hasta el arrepentimiento de Las Confesiones. Para San Agustín, la cabeza y la razón se ubican en tal privilegiada altura con el fin de gobernar las distintas porciones del cuerpo inclinadas al vicio, a la ira, al apetito sensual, que en realidad, para este pensador son partes viciosas del alma, “porque se mueven tan turbadamente y sin orden… que tienen necesidad del gobierno de la razón, la cual, siendo, según dicen, la tercera parte del alma, está puesta en lugar preeminente para regir a aquellas dos partes”. (2) Y mientras para Isidoro de Sevilla la longitud y cuidado del cabello permite la elocuente elegancia de acondicionarlo en varias vueltas en derredor de la razón sin atisbar pizca de pecado, los demás con San Agustín, encuentran y entienden en juiciosas cavilaciones que la cantidad de cabello, longitud y caída, incita a los hombres a la transgresión, reclamando que los cabellos se deben ocultar a los ojos propios y ajenos, única manera de vaciarlos de todo reclamo. Los cabellos recogidos y en orden o impetuosos en libertad solo recogerán las ofensas y exabruptos de los moralistas; un parecer que en nada se ajusta con las descripciones de San Isidoro. Al pasar revista a los adornos de la cabeza que llevan las mujeres, se refiere al capillo, a la mitra, a las cintas o vittae. También, a las redecillas, a las discriminalias u horquillas porque con su oro dividen –discernere- la cabellera. Refiere, por último, de las agujas que mantienen el moño del peinado y al final habla de los cabellos alborotados que no hay que sacar de contexto y los toma, simplemente, desde un punto de vista estético.
No se refiere al alboroto que produce el diablo, concepto al cual acuden censores y moralistas, entendiendo que alborotar no es otra cosa que inquietar, alterar, conmover y perturbar, lo cual es verdad pero no con el lastre pecaminoso que conducirá a los desvelos de los Santos Varones. (3) Se puede recordar a Magdalena que inquietaba y perturbaba por el alboroto de sus cabellos y no porque estuvieran desordenados, sino por el simple y buscado efecto de caer en lánguidas ondas a lo largo de la espalda que, además, refulgía a consecuencia del color rojizo, capaz de tornar en alborozo las pesadumbres. Al sesgo de lo dicho, los moralistas tratarán por todos los medios de escabullirlos a la mirada ajena, por medio de tocas y velos; pero ellas, sin embargo, se han salido con la suya al mostrar poco o mucho, escapando y suscitando, por entre las barreras. Una libertad que, aunque parezca mentira no se ha dado con el mismo ímpetu entre los hombres.
(1) Isidoro de Sevilla, San. Etimologías. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid. MCMLXXXIII. Acerca de las naves, edificios y vestidos. XIX,23,8
(2) Agustín, San. La ciudad de Dios. México. 1970. 14, XIX.
(3) Isidoro, ob,cit,