Buenos Aires - Argentina
Edición Nº 38
Mayo / Junio 2013
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Letras argentinas

 

Juana Manuela Gorriti

Con su obra “La Quena” se convirtió en la primera novelista argentina. También incursionó en el género biográfico en las obras sobre Güemes y sobre Puch. Con material extraído principalmente de la propia vida, escribió “El mundo de los recuerdos”, “La tierra natal”, “Misceláneas” y “Lo íntimo”, su libro póstumo.

 

(Horcones, Salta, 1818 – Buenos Aires, 1892). Hija del general José Ignacio Gorriti y sobrina del canónigo Juan Ignacio Gorriti, pertenecía a una familia enraizada en las luchas de la Independencia. A los catorce años se casó con Manuel Isidoro Belzú, joven boliviano, apuesto y militar valeroso, que llegaría a ser presidente de Bolivia, y que moriría, asesinado, en un acto oficial. El matrimonio fue desavenido y, extraño para la época, vivieron por separado: Juana Manuela, por treinta años, residió en Lima.

En 1845 publicó una novela corta, La quena, en la Revista de Lima, a partir de lo cual no interrumpiría nunca su actividad literaria.

En ella sorprende su facilidad narrativa, aunque a veces ésta se vea disminuida por las convenciones de la época. Fue, cronológicamente, la primera novelista argentina.

Tuvo múltiples actividades: fundó colegios, fue viajera, periodista y promotora de salones literarios. Su personalidad se halla fuertemente dibujada en su Panoramas de la vida (1876), que ella misma definió como “novelas, fantasías, leyendas y descripciones americanas”. Efectivamente, su obra está sostenida por lo histórico, las leyendas indígenas, las costumbres, las fantasías de contenido sobrenatural y espiritista y, fundamentalmente, por sus sabrosas notas autobiográficas.

Juana Manuela adoptó el punto de vista romántico. Su estética expresó la lucha de los opuestos: lo bueno y lo malo, los ángeles y los demonios, la realidad y la fantasía. Ha transitado también por relatos costumbristas con temas variados: historias de amor y celos, "El pozo de Yocci"; relatos de la época rosista, "El guante negro", "La hija del mazorquero"; la tradición indígena, "El ángel caído"; "De viaje", "La tierra natal" que, como dice Santiago Sylvester, “es un viaje al mundo de los recuerdos; pero es también una despedida, como ella lo sabe y lo dice a cada paso con un dolor pudoroso, casi sin decirlo”.

 Juana Manuela estaba trabajando en Lo íntimo, un libro de reflexiones, apuntes y anécdotas de su vida, cuando la sorprendió la muerte; corría el año 1892. En sus narraciones de mayor extensión practicó un encadenamiento narrativo que puede asimilarse a Las mil y una noches, logrando un relato de forma abierta —como ha apuntado Pedro Orgambide.

 

El día que cumplí seis años fue para mí de duelo. Anunciáronme que era necesario abandonar mi vida agreste, libre como los vientos, y cambiar los inmensos horizontes en que la pasaba, por el estrecho recinto de un colegio dirigido por monjas!

¿Qué iba a ser de mí, pobre gacela acostumbrada a vagar, saltando de las selvas a los prados?

¿Qué iba a ser de mí entre aquellas figuras severas é impasibles, cuyo principal conato sería ahogar mi querida turbulencia é imponerme su propia inmovilidad?

—¡Adiós! —decía yo, con el corazón desolado, a lo largo de las colinas, en las orillas del arroyo y en los campos, esmaltados con millares de flores— adiós, sitios queridos que es preciso dejar; ¡adiós! me llevan lejos, muy lejos; pero mi alma vendrá siempre a llorar errante bajo las sombras de nuestros frondosos árboles...

—¡Adiós, mi lindo caballos! ¿quién te dará en adelante pan y azúcar en las palmas de las manos?... y tú, mi ligero avestruz, que llevándome sobre tus alas, corrías desafiando en velocidad a los vientos, abandona estos lugares donde en vano me buscarás y vuelve a reunirte a los tuyos en las llanuras de Valbuena...

Hicieron venir de Salta a máma Dolores para que me llevara. Era ésta una hermana natural de mi abuelo; pero más lo parecía de Luis XIV, tal era su orgullo y la aristocrática arrogancia de su porte. Alta y seca persona de cincuenta años, de ojos pardos, abultados y saltones, de grande y corva nariz a la que se adhería, por medio de un profundo canalete que hendía su labio superior, una boca a la vez severa y desdeñosa. Su rostro moreno, bilioso, se coloreaba en frecuentes accesos de ira con tintes purpúreos que iluminaban sus duras facciones con un resplandor siniestro.

Nunca vi mirada de desprecio parecida a la suya; y todo cuanto Homero dice de la cólera de Júpiter, era nada, comparado con la cólera de máma Dolores. ¡Ay de quién ella aborrecía! pero ¡ay también de aquel a quién amaba!

Su cariño era una punta acerada que hería sin descanso, a toda hora, a todo propósito, a quién lo había inspirado: podía con razón decir que se hallaba poseído del demonio; de un demonio para el cual no había exorcismo que valiese: máma Dolores aborrecía y amaba hasta la muerte.

Decíase que había sido una de las jóvenes más lindas y amables de su tiempo, pero su natural acritud había borrado de tal manera en ella la benevolencia, esa base de toda gracia en la mujer, que no solo me era imposible creer que había sido linda, sino que aún dudé mucho tiempo de que hubiera sido joven.

Esta terrible persona, llegó por fin con majestuoso aparato.

A su arribo fue investida de facultades extraordinarias sobre mí, el más indómito de los indómitos hijos de los bosques. Pero, ella estaba tan segura de si misma, que no vio en su misión la menor dificultad; descansó tres días, y al cuarto volvió a entrar en el coche llevándome en pos de si como un pobre corderillo; hízome sentar a su lado, cerró despiadadamente la portezuela en los ojos llorosos de las criadas que se habían agrupado en torno mío, y dio con tono áspero la orden de partir.

El camino que llevábamos costeaba las colinas, atravesaba los mistolares, vadeaba el río, esos sitios donde mi vida se había deslizado aérea, como el vuelo del ave; y mientras lloraba amargamente contemplando al través de una nube de lágrimas esos escenarios de mi felicidad pasada, mi compañera me decía con voz agria:

—¿Por qué llorar tanto, niña? ¿Te llevan a algún presidio? Vas a un colegio, donde se hallan muy contentas cien otras como tú. Ya es tiempo de estudiar. ¿Querías pasar la vida entre los guanacos?

Nada mas lógico que estas reflexiones; pero no es con lógica que se enjugan las lágrimas. Así, lejos de consolarme, máma Dolores exasperó mi dolor hasta convertirlo en un profundo aborrecimiento.

Dediqueme desde entonces a hacerla rabiar y esto me sirvió de distracción. No perdía ocasión de contrariarla. Ya me sentaba sobre sus vestidos, que ella llevaba siempre muy almidonados, y los ajaba; ya me apoyaba contra el bolsillo del coche, donde guardaba ella los libros y quebrabas sus anteojos; ya, fingiéndome impelida por vaivenes del carruaje me arrojaba sobre ella a riesgo de romperme la cabeza contra su grande nariz.

Un día que nos detuvimos para almorzar a la sombra de un bosquecillo, máma Dolores, después de recomendarme que no me alejara de su lado, recostose sobre el césped y se quedó dormida.

Por mucho deseo que yo tuviera de hacer una pequeña correría en aquellos sitios desconocidos, no me atreví a desobedecerla, porque su mal humor después del sueño era terrible. Quedeme allí, siguiendo con triste mirada la marcha de una larga hilera de hormigas que cargadas de botín entraban en su morada.

De repente, mis ojos se fijaron con interés en la superficie del hormiguero. Cubríala una arcilla obscura mezclada de madera pulverizada, enteramente semejante al rapé que usaba mámaDolores. Desvié mis ojos del hormiguero para volverlos hacia ésta. Dormía profundamente con su caja de tabaco al lado. La tentación era muy poderosa para que yo pudiera resistirla. Alceme sobre las puntas de mis borceguíes y llegando así hasta la almohada donde reposaba la terrífica cabeza, tomé con mano resuelta la caja, vacié el tabaco que contenía, llenela rápidamente de la consabida tierra y la devolví al lado de su formidable dueña. No de allí a mucho, el bramido de una vaca despertó a máma Dolores, que como acontece siempre, lejos de presentir mi criminal travesura, nunca estuvo tan amable ni tan contenta de mí. Sonriome con gracia, al encontrarme en el mismo sitio, y abriendo con gusto su caja de tabaco sorbió tranquilamente, con asombro mío, una gran dedada de tierra del hormiguero.

Su nariz adobada con rapé durante cuarenta años, se había vuelto poco susceptible en achaques de olfato y repitió una y otra vez sorbos de tierra, hasta darme un remordimiento profundo que me hizo arrebatarle la caja de la mano y vaciarla por la portezuela del carruaje confesando mi travesura.

Aconteciome entonces, lo que todas las veces que me he abandonado a un sentimiento generoso: máma Dolores no creyó mi primera falta para dar todo su valor a la segunda; y ensañándose por mi crimen de lesa percepción nasal, me llenó de injurias, y estuvo tres días sin hablarme...

Entre tanto llegamos a Salta.

Los cuidados que mi compañera me prodigaba eran tan punzantes y fatigosos, que pedí con instancia entrar inmediatamente en el colegio para separarme de ella...

¡Pobre máma Dolores! ¡cuántas veces después que he conocido el mundo, su helada indiferencia ó su interesado amor, cuántas veces he echado de menos tu espinoso, pero sincero cariño!

¡Cuántas veces me he reprochado amargamente el haber retrocedido ante la corteza de hierro que encerraba tu alma noble y generosa!

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Una visita al manicomio

- I -

En el lindo pueblecito del Cercado, lugar sombroso y romántico, situado como un apéndice de Lima, entre el circuito de sus murallas, elévase ese suntuoso y lúgubre edificio rodeado de huertos, jardines y fuentes.

Envuélvelo profundo silencio, tan solo interrumpido allá, de vez en cuando, por algún extraño grito que aleja a los paseantes de aquel ameno sitio, y desgarra el corazón a aquellos que vagan atraídos por el amor de seres queridos encerrados entre sus fúnebres muros. Cuán honda compasión inspiran esas madres, hijas y esposas que vienen cada día a pasar horas enteras ante la gran verja, pegado el rostro a las barras de hierro, fijos los tristes ojos en esa puerta que recuerda el Lacciate ogni speranza de la terrible leyenda.

-Jamás me atrevería a pasar esos siniestros  umbrales, madre Teresa -dije a la hermana de Caridad, superiora de esa casa, un día que pasando por allí me divisó desde el peristilo, y me llamaba con expresivas señas.

-Pues sí, que los atravesará usted -insistió ella, viniendo a mí, que me había detenido cerca de la verja. Estaba vacilando, entre usted y Carmencita, para dar a la una o la otra una delicada misión.

-¿De qué se trata, madre?

-De devolver a su familia a Delfina H. que está ya del todo curada de su locura; pero empleando para ello las precauciones necesarias a fin de que no se aperciba de qué lugar sale, pues la hemos hecho creer que se halla en una casa de campo a seis leguas de Lima, donde la hermana María y yo estamos convaleciendo, y la trajimos a ella enferma de tercianas a la cabeza. He ahí todo. Ahora invente usted a su modo y compóngase como pueda.

-¡Y bien! ¡espéreme usted aquí un momento!... Supongo que en este carruaje he de llevarla.

-Precisamente.

-Vuelvo luego.

Corrí a casa de una amiga que habita en la huerta inmediata, dejo mi manto, endoso una talma, calo un sombrerito, y regreso a reunirme con madre Teresa. Di previamente algunas órdenes al cochero, y seguí  a aquella en el interior de esa mansión más temible que la tumba.

Asida al brazo de la superiora caminaba yo profundamente conmovida a la idea de las escenas dolorosas que iba a presenciar.

Pero a medida que avanzábamos, ofrecíanse a mis ojos cuadros de una alegría y sencillez infantiles que serenaron mi espíritu y me dieron ánimo para contemplar en todos sus detalles la fantástica existencia de esos seres, cuya alma habita el mundo misterioso de los delirios.

 

- II -

Un diablo enamorado

Era la hora de la recreación. Los pensionistas de la casa tenían ante sí ese tiempo de ocio, y lo empleaban al grado de su fantasía, riendo, hablando o meditando.

Aquí entre las columnas de un pórtico, una antigua actriz ensayaba su rol y exclamaba:

-¡Quiere que crea que lo persigue un Dios!... ¡Como si los dioses fueran como Dido!...

-¡Lucía! -dijo con dulce acento la hermana Teresa.

-Madre -respondió la reina de Cartago, cambiando en un gracioso movimiento la amarga sonrisa de su labio.

-Cuide usted su voz para las letanías del rosario.

-Ya, ya, madre; heme aquí silenciosa. Y nos despidió con un majestuoso ademán.

Más allá, sentada en una piedra, juntas las manos y los ojos elevados al cielo, una hermosa italiana cantaba el «Stabat mater».

Habíala vuelto loca la muerte de su hijo asesinado en sus brazos por los celos de un marido feroz.

No lejos de ella una docena de lindas jóvenes cuyos cabellos cortos indicaban la aplicación de la nieve a sus enfermos cerebros, sentábanse en semicírculo, y figurándose en el teatro, aplaudían sonriendo aquel canto lastimero.

Luego, alzándose como una bandada de aves corrieron a coger flores que entretejían con sus nacientes rizos, mirándose en el agua azulada de los estanques: después, separándose en parejas derramáronse por todos los senderos del jardín, unas silbando a los pájaros, otras llamando a las nubes; esta platicando cariñosa con el tronco de un ciprés, aquella procurando estrechar en sus brazos un rayo de sol que se deslizaba entre dos ramas; y todas cantando, bailando, riendo.

Habíamos llegado al fondo del jardín.

-Esta puertecita da entrada al huerto -díjome la hermana Teresa abriéndola con una llave que tomó de su bolsillo.

Una vasta selva de árboles frutales, fresca,  sombrosa, agreste a la vez que cultivada, extendía en un largo espacio su verde fronda poblada de armoniosos rumores.

-En este lado del edificio, continuó la hermana Teresa -hay una habitación aislada con puerta y ventana al huerto. En ella he alojado a Delfina, que tanto por las miras de su padre, como porque no es el médico de la casa quien la asiste sino la doctora Retamoso, debía permanecer aquí oculta a las miradas de todas, ignorando su hospedaje desde el capellán hasta los empleados del establecimiento. ¿Quiere usted esperarme aquí en tanto que voy a prepararla a esta visita? Pero quizá tenga usted miedo de quedarse sola.

-¡Oh! ¡no, madre! ¿Soy acaso una muchacha?

Pero cuando la blanca toca de la hermana Teresa, hubo desaparecido entre el ramaje, púseme a temblar, y un extraño terror invadió mi mente.

-¡Si estuviera yo loca, y que la visita a este sitio temible, la misión dada por la hermana Teresa y las escenas del jardín, fueran otros tantos desvaríos de un cerebro enfermo!

Y un sudor frío bañó mis sienes y alzando los ojos al cielo, oré con fervor, pidiendo a Dios que apartara de mí aquella horrible alucinación.

-¡Psit! ¡psit! -oí decir de repente, y mirando en torno inquieta, vi venir hacia mí, ocultándose entre   —134→   los troncos de los árboles a un joven moreno, flaco y pálido, de ojos vivísimos aunque vagarosos, que andando de puntillas, con un dedo sobre los labios cual si me impusiera silencio, sentose a mi lado y me dijo con ademán sigiloso:

-¿Quién quiera que seas: puedes encargarte de una embajada al reino de las tinieblas?

-Ignoro en qué continente se asienta esa negra monarquía; pero quien boca tiene a Roma llega -respondí sonriendo para ocultar mi inmenso miedo. Él lo conoció, sin embargo, con esa lucidez extraña que a veces se revela en los dementes.

-No tema -me dijo- que aunque diablo y perteneciente a la décima legión, llevo debajo la diamantina coraza un corazón asaz blando; y tanto que cierta dulcísima pasión, encontrándole muy cómodo, ha hecho de él un asiento. Breve: estoy enamorado; enamorado, ¡y de quién! de una esposa de Dios, vulgo monja. Pero ¡qué monjita, Belcebú! con unos ojos de hurí, y una boca de coral; y un piececito limeño, y un donaire de gitana, y, y, y cien mil íes de más, en aquel cuerpo gentil.

Pero pálida y cenceña como la flor del café.

Mas esa palidez da nuevo realce a su belleza.

¡Y luego, aquellos blancos cendales, que la idealizan! Es de la Concepción, como si dijéramos: el país de las buenas mozas.

Vila un día que me colé en el convento, oculto bajo el antojo de una mujer en estado interesante.

La vi, y olvidé las profundas regiones del fuego, y los espacios infinitos donde me llevaba la voluntad del dueño: hice oídos de sueco a su tremenda voz y todo lo olvidé, y todo lo arrostré, para pensar tan solo en la suprema dicha de contemplarla, y buscar valiéndome, si era necesario, de todos los medios infernales la manera de quedarme en ese estrecho recinto.

¡Ah! era que para mí encerraba una eternidad de amor.

¿Pero dónde esconderme? ¿de quién asirme, allí, que no fuera a dar conmigo en el lugar vedado?

Por dicha a la mujer del antojo antojósele visitar la celda de mi bella. Se extasió ante los caprichosos dibujos de las blondas que adornaban profusamente su lecho virginal; ante la Urna y los magníficos ramos de briscado tachonados de pedrería colocados ante ella; cosechó impíamente las perfumadas rosas de su jardincito; acarició a la cuculí que arrullaba entre los dorados alambres de una jaula; admiró la belleza de las sultanas del gallinero, y las lucientes plumas del valiente jiro que las acompañaba...

 

Rápida como un relámpago, cruzó mi mente una idea; y de ella a la ejecución, no mucho más largo espacio.

De repente el gallo exhaló cantos de alborozo que hicieron estremecer a mi monja. Era que yo había hecho de él mi escondite. ¿Qué sitio más cómodo ni más próximo a mi amada? Desde entonces el tiempo tornose para mí dulce como un sueño de amor. Veíala a toda hora, ya sola, ya rodeada de sus lindas compañeras. Como la luna entre miradas de estrellas. Mi canto era el regulador de sus horas: coro, labor, lectura, descanso. Entonces con qué delicia contemplaba yo la expresión meditabunda de su mirada, que algunas veces se elevaba al cielo cual si buscara la explicación de algún misterio.

Era que la atmósfera de mi amor circundaba su alma, y ella aspiraba sin saberlo, sus ardientes efluvios.

Pero no hay dicha durable; y he ahí que un día mi monja cayó enferma, enferma de languidez; y los médicos ordenando el cambio de aires arrancáronla de su bello monasterio y la relegaron al de C. antro de tarascas, todas viejas como las parcas y feas como el pecado.

Y allí tuve que seguirla; y abandoné al déspota del corral bajo cuya pluma habíame ocultado; y  me embarqué en el sahumador; y próximo ya a cerrarse la portería de nuestra nueva morada, me encarné, en el atrasado cuerpo del mandadero, que fue lo primero que se me presentó.

¡Mas lo que puede el amor! allí me aclimaté; y por los bellos ojos de mi princesa me he dado al servicio de aquellas brujas.

Pero ¡ca! si apenas me dejan tiempo para mirarla a la cara. Todo el día me estiran a comisiones, de la mañana a la noche; del austro al septentrión; y de la aurora al ocaso.

«Como que vas a la portada del Callao, acércate por Cocharcas», suelen decirme aquellas pécoras; y me aturrullan con mensajes al confesor, al síndico, al abogado, al padre capellán.

El tedio de vida tal me habría devorado, si no hallara una excelente manera de conjurarlo, pescando los dichos y hechos que, de mañana a la noche ruedan por las veredas de esta excéntrica ciudad.

Compré una canasta en el almacén del té, y allí los echaba en graciosa confusión para llevarlos a mi hermosa, que los recibía con la ávida curiosidad de una monja y la sonrisa de una hada.

Un día que en mi canasta, llevaba, mezclados con el recado, diálogos de todos los colores, desde el rojo subido hasta el azul de cielo, encontré con un diablo amigo mío.

 -¡Qué sed tengo! -me dijo echando humo por la boca-. ¿Llevas siquiera guayabas en esa elegante canasta?

-No, que son acordes y discordancias.

-¡Malditos sean ellos! ¿para qué guardas esa peste?... Sin embargo; ahí anda uno de nuestros camaradas dando serenatas de violín... Da eso, que está a proposito para que haga un potpourrí.

-Pero si es para las monjas.

-¡Para las monjas! ¡quita allá, mentecato!

¿Necesitan acaso de tu chismografía las que tienen a su servicio una legión de mujeres de todas las castas, que se la llevan a cuál mejor? ¿Quieres saber las cosas más ocultas de la calle? Pregúntalo en los conventos.

Y hablando así, vació de mi canasta a sus enormes bolsillos todo lo que no era huevos, papas, yucas y coles, me hizo una mueca, y se largó.

 

- III -

Después de hablar así, el joven inclinó la cabeza y quedose pensativo.

De pronto, haciendo un gesto de sorpresa:

-¡Mujer! -exclamó-, ¿qué has hecho de mi relato? Ya puedes devolvérmelo porque si yo me enojo...

-¡Cómo! -apresureme a responder, muerta de miedo, pero aparentando serenidad-, si tu relato me está sonriendo entre tus dientes. He ahí el momento en que el cronista vacío tu canastilla.

-¡Ah! -repuso él- ¿comprendes la extensión de mi desgracia? ¡El ser infernal habíame robado mi precioso botín, la diversión de mi bella, la golosina de la abadesa, el pasto de aquella fiera condición sin la cual érame imposible penetrar en el convento! ¿Qué hacer? ¿de qué asirme para tener la dicha de contemplar a ese astro de mi vida que me escondían aquellos muros malditos?

Vagando errante la mirada encontré a una beata que, caído sobre los ojos el manto, el ademán compungido y en las manos un bolsón, dirigíase a la iglesia.

«He aquí pescado mi asunto -pensé-. Esta bruja lleva en su saco los anales de la semana para regalar los oídos al confesor. Carguemos con ello al convento».

Correr tras ella, arrebatarle el saco y tornarme en humo, fue obra de un pestañeo.

La beata se dio a gritar: «¡Al ladrón! ¡Celador! ¡celador!».

¡Nada! ya había yo andado diez calles.

Llego al convento, traspongo la portería, arribo a presencia de la abadesa, que abiertos sus redondos  ojos en todo su fatídico grandor, fijábalos en el saco cual signos de interrogación.

Alarga la mano, apodérase del bolsón, lo abre con impaciente ansiedad...

El bolsón contenía solo algunas libras de cólera, de envidia y de hipocresía, artículos que la abadesa tenía para dar y prestar en su maldito cuerpo.

La horrible bruja apartó los ojos del saco para clavarlos en mí con una llameante mirada que me fascinó porque pareciome reconocer en ella la del sombrío rey del abismo.

Alzose siniestra, terrible; con una mano abrió aquella puerta fatal que te ha conducido aquí; con la otra me arrastró a esta prisión, en donde como a un simple mortal guárdame encerrado hace tanto tiempo. Allá algunas veces, a intervalos que mi amor cuenta como eternidades, la hermosa estrella de mi dicha perdida aparéceme a lo lejos; me mira, sonríeme y pasa. Pero ¡ah! que yo no diera la ventura de ese fugitivo instante por toda la felicidad de otro tiempo allá en la mansión celeste.

El joven se interrumpió de repente; y mirando con terror a la hermana Teresa que venía hacia nosotros:

-¡La abadesa! -exclamó, saltando con asombrosa agilidad los setos de rosales y desapareciendo entre el ramaje.

-¡Siempre con el mismo terror hacia un ser fantástico que él llama la «abadesa» -dijo la hermana-. Era un excelente joven, hijo de una honrada familia. Hacía poco que servía como inspector en el cuerpo de celadores, cuando una noche tuvo que entrar en el convento de la Concepción llamado por la campana de alarma. Las monjas habían sentido ladrones en los techos y pedían socorro. Dióselo el joven inspector, que registró el convento y tranquilizó a la comunidad. Pero al despedirse de las religiosas dejó entre ellas el juicio. Al siguiente día fue conducido loco a este recinto.

Hablando así la hermana Teresa, llegó conmigo a la apartada habitación donde moraba Delfina.

 

- IV -

El amor de una virgen

 

Tenía quince años, y era bella con los últimos fulgores de la infancia y los primeros destellos de la juventud. Su corazón dormía como un lago rodeado de azucenas apenas rizado por las brisas de la mañana, sus pensamientos como blancas mariposas volaban plácidos en el oasis de la vida cosechando rientes ensueños que cada primavera coloreaba más y más con los tintes más seductores que los de las rosas que abrían en el jardín donde la linda joven, entre  una romanza y un vago suspiro, daba todavía los últimos saltos de la niñez.

Una noche, con todo ese tesoro de belleza, de dicha y de candor, sin contar un elegantísimo vestido de muselina blanca; sembrada de jazmines la negra cabellera, y prendido al pecho un ramilletito de violetas, Delfina hacía su primera entrada al mundo en un resplandeciente salón de baile.

Un silencio de admiración acogió su presencia en ese terrible palenque de las bellas y muy luego los más apuestos bailarines se disputaron el honor de pedirla una cuadrilla.

Uno, el más bello, el más elegante, se inclinó silencioso ante ella y le tendió la mano.

A esa muda invitación, Delfina se levantó; y sin dignarse mirar a los otros solicitantes, asiose al brazo del caballero, y fue a tomar sitio con él en la cuadrilla, dejándolos resentidos y picada en lo vivo su vanidad.

¿Qué la importaba a ella? ¿podía advertirlo siquiera? Dos bellos ojos, los ojos de su caballero interceptaban, digo mal, absorbían todas sus miradas, y no se apartaron de ella en toda la noche.

Al dejar el baile, el lindo ramilletito de violetas había desparecido del pecho de Delfina; pero en su frente irradiaba un nuevo encanto:

La aureola del amor. 

- V -

Un paseo a la Oroya

 

Enrique Meiggs lo había organizado para festejar a un joven y apuesto literato, hijo de la capital más prestigiosa de las repúblicas sudamericanas. La sala de espera en la estación estaba llena de una elegante concurrencia. Las muchachas más lindas de Lima eran de la partida; y calados blancos sombreritos de paja, y el rostro medio oculto entre azules velos, esperaban impacientes el áspero silbato de prevención, alegres, risueñas, felices.

Pero había entre ellas una que era más feliz que todas:

Delfina.

Al llegar a la estación, sus ojos divisaron al héroe de la fiesta; y aunque él se hallaba a distancia, y que sus miradas no se volvieran hacia ella, allí estaba el tren pronto a partir y acercábase la hora deliciosa en que, reunidos en los muelles asientos de un vagón, recorrerían juntos el vertiginoso camino que se eleva serpeando sobre abismos en las vertientes altísimas de los Andes.

El pito suena, el tañido de la campana llama a los viajeros a su puesto; el convoy parte.

Pero aquel que embargaba las miradas de Delfina   —144→   y absorbía su corazón, no estaba cerca de ella. Hallábase al lado de una bellísima blonda de azules ojos; torneado cuello, y cuyo canto era el hechizo de los salones.

Los rosados labios de la rubia sonreían sin cesar a su vecino, monopolizando sus miradas, sus palabras y toda su atención, con dolor de la pobre Delfina que veía desvanecerse la visión de dicha que la había aparecido en los salones del baile.

Una esperanza la alentaba. Su ramillete, el ramilletito de violetas que despareció de entre las blondas de su cotilla al dejar el sarao, asomaba sus azulados pétalos, medio oculto en el pecho de su caballero.

Pero la hermosa blonda lleva al cinto una camelia blanca.

Él la dice a media voz una palabra; y la flor desprendida del cinturón pasa a manos del joven que al colocarla junto al corazón arroja el marchito ramillete, que va a caer entre dos piedras al borde del camino.

El rumor fragoso del tren ahogó el grito desgarrador que arrancó a Delfina aquella última decepción.

Mas, tornose luego impasible, y en su bello semblante se esparció una lúgubre serenidad.

Dos días después de aquella fiesta, la pobre  niña, presa de una locura silenciosa y triste, era conducida a la secreta morada donde la señora Retamoso, con el maravilloso remedio que ella sola posee, le devolvió la salud.

 

- VI -

El riego de lágrimas

 

Cuando llegamos a su habitación, Delfina sentada al piano tocaba con gusto exquisito, el Último pensamiento de Weber.

La hermana Teresa, como lo habíamos convenido, apartose de mí y me dejó entrar sola.

-¡Tú aquí! -exclamó, Delfina, corriendo a mi encuentro- ¿qué vientos te traen a este chacarón, donde perezco de fastidio?

-Vengo a robarte -díjela, fingiendo mirar con recelo en torno.

-¡A robarme! ¡qué idea tan bella y novelesca! Pero, dime, ¿por qué me trajeron aquí? La hermana Teresa, dice, que tuve unas horribles tercianas al cerebro; que deliraba y que los médicos ordenaron mi traslación a este valle, tanto con la esperanza de curarme, como por ocultar a mi pobre mamá enferma, el estado en que yo me encontraba.

-¡Y bien! tus tercianas han desaparecido; te  hallas en buena salud, lozana y bellísima. Mas, como el doctor Macedo teme todavía, y tu padre es de su opinión, tu mamá y yo hemos organizado este rapto que debe llevarse a efecto ahora mismo, si tú quieres.

-Pues no he de querer, si estoy harta de tedio.

-Y bien, todo está listo... Solo que hay una pequeña dificultad, que salgas de aquí sin ser vista de las hermanas y de la mujer del mayordomo.

Llamaban así delante de ella a la señora Retamoso.

-¡Dios mío! ¿qué hacer entonces?

-Previéndolo todo, traje conmigo una beatita que me acompañó hasta esta puerta y que dejándome su manto y su rosario, se deslizó por un portillo de la huerta y se queda escondida en la chacra vecina. ¿Quieres endosar estas prendas?

-Que me place -exclamó la chica apoderándose de la manta, cubriéndose con ella el rostro y enredando entre los dedos el rosario-: ¿estoy bien disfrazada así? Partamos.

-Un poco más caído ese capuz: así sobre los ojos. Poco importa que no veas: aquí esta mi brazo para guiarte.

Y apoderándome del suyo, atravesamos el huerto  y los patios exteriores, donde por orden de la superiora habíase hecho profundo silencio.

El coche con sus persianas y cristales cerrados, aguardábanos en una callejuela desierta, al costado de la casa.

-Henos aquí en plena libertad -dije abrazando a Delfina, para impedirle echar hacia atrás su embozo, al tomar asiento en el carruaje y a tiempo que este partía a galope, por el lado de Barbones.

Cuando hubimos traspuesto las últimas casas de los arrabales, y que por entre tapias y callejones dejamos atrás el cementerio y la Pólvora, internándonos entre los primeros grupos de colinas que se alzan al pie de los Andes, bajé yo misma las persianas del coche, y volviéndome a Delfina invitela a mirar, el magnífico panorama que de allí se divisaba.

Pero ella había ya dejado la manta, y reía, aplaudiendo gozosa aquella novelesca escapada.

Hacia la tarde, el cochero dio un rodeo, y tomando por la izquierda, descendió al valle del Rímac y regresó siguiendo la vera del ferrocarril de la Oraya.

A vista de aquella línea, la sonrisa desapareció de los labios de Delfina, y su mejilla cubriose de una palidez que me asustó.

Con la cabeza inclinada fuera del coche, contemplaba el paisaje, cual si buscara algún sitio de ella conocido.

De pronto, mandó parar el coche, y arrojándose fuera del carruaje, sin esperar que este se detuviera, diose a registrar con la mirada en torno.

-¡Ah! -exclamó de repente sacando de entre dos piedras un objeto que estrechó en su pecho-. ¡Mi ramillete! ¡mi pobre ramillete de violetas!

Y un torrente de lágrimas regó las marchitas flores.

Pero muy luego llegamos a su casa y la alegría de la familia, y los besos maternales secaron aquellas lágrimas, como los rayos del sol secan sobre los pétalos de una rosa el rocío de la mañana.

Delfina ha recobrado la salud y con ella la plácida sonrisa de otro tiempo.

Consagrada a la música, toca y canta, con gusto primoroso; pero en su piano, así como en su voz, hay una nota más: la del dolor.

 

Fuente:
www.bn.gov.ar/abanico/A50811/gorriti-intimo.html
www.cervantesvirtual.com/obra-visor/panoramas-de-la-vida-coleccion-de-novelas-fantasias-leyendas-y-descripciones-americanas-tomo-ii--0/html/ff43d55e-82b1-11df-acc7-002185ce6064_4.html
 

 

 

 

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