Revista de ArteS
Buenos Aires - Argentina
Edición Nº 37
Marzo/ Abril 2013
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Literatura

 

 

 

 

 

 

Las manos y la belleza
Por Felipe Martínez Pérez

     Las manos juegan un importante papel en el equilibrio proporcional de la belleza. Plenas de dinamismo, expanden sus secretos en el crucial momento que acometen su traslación por la comba del aire. Buena parte de la diversidad de los afectos se manifiestan en su nerviosa y chispeante vivacidad; un movimiento convertido en gesto por donde se perfilan ademanes del alma. Ovidio sugiere a quien no las tenga cuidadas y primorosas en los detalles, en particular si los dedos son cortos, a que las sustraiga a la vista de los otros, y exilie sus arabescos cuando habla. Si no se atiene a ciertas normas estéticas, pierden su capacidad de suscitar y prefiere se oculten.

     Las manos apetecidas y acostumbradas a lo largo de los siglos se alargan en su blancura hasta casi olvidar la materia y convertirse en etéreas sutilezas; en realidad sueñan con unos dedos en que se afilan reminiscencias de El Greco. El pintor estira, alarga y adelgaza el dinamismo cuando pinta el cuerpo y acentúa el deleite, cuando se afana en rostros y manos. Se diría que cuando pinta manos le afloran almas volanderas. Tan espiritual es el rostro como los singulares dedos que se descoyuntan y desperezan en un estiramiento sobrecogedor que suscita desasosiego e inquietantes desazones al observador. Ante unas bellas manos zozobra el ánimo; algo que sucede a menudo cuando la mujer hace gala de su hermosura y expone a la mirada manos y rostro produciendo un turbador desequilibrio, al punto que las manos pueden ganar en interés sobre el semblante.

     Las manos por antonomasia tienden a volar en los primeros trémolos; son los pájaros que revolotean alrededor del caballero muerto en el Entierro del Conde de Orgaz, al decir de don Miguel de Unamuno, parecida a la que ahíta de alma castellana se apoya en el pecho del famoso Caballero de la mano en el pecho. O la impecable y bellísima Dama de las pieles, hermosa y gentil mujer cuya efigie, algunos suponen se correspondería con la imagen de su propia hija, mientras otros piensan pudiera ser su esposa; sin descartarlas, quizás no sea ni la una ni la otra, pues parece mucha dama y mucho armiño para un pintor que en esos momentos buscaba trabajo. Esta mano perfecta que se alarga y funde con el armiño lleva en si la palabra y dice de la reserva con que miran, los enormes y bellísimos ojos. Además, es una mano actual que refleja la moda de su época. Está cuidada y sus uñas pintadas resaltan el bermellón en la blancura de la piel del animal. Suma a su esplendor y luminosidad el adorno de dos anillos; uno de los cuales demuestra su estatura de mujer de vida regalada y principal, de calidad conocida, mediante el destello luminoso de un zafiro azul.

     Y por último es una mano capaz en su exacta medida de inquietar a los moralistas, pues “no fue uso de traer muchos, [anillos] sino uno solo, y ése en el dedo cercano al meñique, por estar en ese dedo una venica que pasa al corazón, y por ella así el oro como la piedra comunican su virtud, como dicen, contra el mal del corazón o gota coral. Mas ahora  según son muchos los que se traen, no se puede más cierta causa que de vanidad” (1) de tal manera el anillo del cuarto dedo no solamente es adorno, también es “medicina”; por el contrario, aquel que adorna el dedo meñique solo es pompa vana e insustancial, al decir de los moralistas.

     Calixto, como buen enamorado, no deja de estar encandilado por las manos de Melibea. Es consciente que en cuestiones de belleza, tan importantes son las partes como el conjunto, e intuye que las manos de su amada deben ser hermosas, pequeñas, sin desmesura, “en mediana manera, de dulce carne acompañadas; los dedos luengos, las uñas en ellos largas é coloradas, que parescen rubíes entre perlas. Aquella proporción, que veer yo no pude, no sin duda por el bulto de fuera juzgo incomparablemente ser mejor, que la que Páris juzgó entre las tres Deesas” (2) Se aprecia que la moda por los tiempos de Celestina, son las manos pequeñas de largos dedos y uñas pintadas, pues bien distingue el autor entre perlas y rubíes. “Si ha la mano chica, delgada…” (3) será un imán para el Arcipreste; y en los Baños de Argel, el cautivo, solo verá una mano en el precioso instante que se dispone a iniciar vuelo: “miré la ventana, y ví que por ella salía una muy blanca mano” (4) Se trata, sin duda, de un color que solo podía alegrar la mano de una dama de vida ociosa y al surgir por la ventana sin que aparezca su dueña queda convertida en símbolo. Un pájaro que busca su libertad. Por otra parte una mano tan blanca y en tal contexto, solo podía pertenecer a una cristiana privada de la libertad que pone en ella cuidado y diligencia, mientras pasan los días sin cesar.

     Las modas aprietan tanto para las damas inmersas en el placer del ocio, como para las que trajinan entre jabones y lejías, y ambas, atienden, vigilan y regalan sus manos con sebillos y pastas de almendras, y cuando el deterioro es mayor, con mudas que actúan en profundidad.

Muda de las manos
Tomar media libra de trementina labada nuebe vezes i quatro hiemas de guebos frescos i el agrio de dos limones redondos i seis dineros de cardenillo  yodo mezclado untara la manos antes de acostarse i sudaras los en guantes i fiàt confetio! (5)

Una receta que para un personaje de Tirso supone otras mudanzas de más enjundia y declives peligrosos:
Ventura.
¿Es posible que haya amor,/ que la hermosura divina/ de tal dama menosprecie/ por una muger enigma,/ por una mano aruñante,/ que con blancura postiza,/ á pura muda y salvado,/ sus mudanzas pronostican? (6)

     Se asiste  a una formulación de gran interés por los ingredientes aplicados a su confección, que recuerda las de Ovidio por sus propiedades hidratantes y emolientes y por su afición a las adormideras y almendras. La receta con que se unta la dama que critica Ventura, bien puede ser la que sigue:
Reçeta para las manos
Tomaran media libra de almendras Dulces echarlas en agua fria asta q’sepelen después picarlas i media libra de piñones i un guebo duro entero, seis dineros de cardenillo. Vn poco azucar blanco picarlo todo i juntarlo i mojar la mano de mortero en azeyte de mata simiète adormidera picado. (7)

     Cuando transcurre la vida del último de los Habsburgo, Carlos II el Hechizado, y siendo regente su madre doña Mariana de Austria, era habitual que diariamente se proveyera a Sus Majestades de una buena cantidad de limones que, desconozco, si serían redondos como los de mayor demanda, pero si lo serían de óptima calidad a juzgar por los egregios personajes que los requieren:

Potajeria
Para las viandas de SS.MM. se dan cada día á la cocina de boca seis limones y dos á la panetería para lavar las manos la Reina nuestra señora, y uno cada día á la Azafata. Otro de reserva cada noche, por si le pide S.M., y dos que se suben al cuarto del Rey nuestro señor, que en todos son cada día doce, y á once maravedís cada uno, precio que se considera para todos los días del año, son… 132. (8)

     Es probable que la reina y la Azafata, además de usarlos para mantener unas manos espléndidas, la primera por ser sujeto de tan alta distinción y la segunda por el alto privilegio de tocar con sus manos a la Reina, dediquen algunos limones a confeccionar  “limonada” y tomarla con nieve, una moda persistente por aquellos tiempos de beber todo “con frío”, es interesante destacar que la Corte huele a limones y no a cebolla y ajos como se empeña en decir la Condesa d’Aulnoy, que no acertó con las costumbres españolas y se le escapaba lo que en el teatro desenvolvía el Rey de pequeños paquetillos: frutas glaceadas, ciruelas, cerezas y albaricoques, envueltos cada uno en un papel dorado. Lo cual le permitía no ensuciarse las manos y llevarlo incluso en los bolsillos. Al parecer esta higiénica costumbre no se conocía todavía en Francia y se puede atisbar en las Cuentas de la confitería el asiento “por el papel que se gasta en este oficio para empapelar los dulces”. Pero dejando las manos del hechizado y tornando a las de la Reina y Azafata, seguro acierto si supongo que ellas mismas, juntas o por separado, prepararía la siguiente receta que, tanto apunta a mantener terso el cutis del rostro como el de las  manos.
Para lo mismo (para la reina)
çumo de limon y blanco de hueuo fresco y espuma de vino blanco y todo bien batido y pon vn poco deagua y a la noche vntate el rostro y adelgaza el cuero arto y haze buen rostro. (9)

     Y en las manos se fija Tirso cuando uno de sus personajes queda prendado de una mujer que en la iglesia se desembaraza de un guante con cierto descuido; de tal manera surge una mano rutilante e inolvidable al ser herida por la luz de los vitrales que  el caballero traduce como heraldo de exquisitas gracias escondidas.

Don Melchor. ¡Ay qué mano! ¡qué belleza!/ ¡qué blancura! ¡qué donaire!/ ¡qué hoyuelos, qué tez, qué venas!/ ¡Ay qué dedos tan hermosos!/ … ¡Una mano hermosa,/ blanca, poblada y perfecta,/  que acciones por almas/ y tiene dedos por lenguas,/ hará enamorar un mármol,/ y la que yo ví, pudiera/ menospreciar voluntades,/ descorteses por esentas. (10)

     Al parecer para el dramaturgo las manos son el espejo del alma y hablan. Don Melchor describe el momento inolvidable, encarecido por la fugacidad del instante en que la dama se santigua y descubre para él toda la belleza innata de su persona, con una sola y magnífica porción de su cuerpo. La blancura recuerda jazmines y alabastro, mosquetas y diamantes y cree encontrar la nieve envuelta en fuego. Esta mano volandera no solo queda aferrada a la mente del personaje, también, ensimismado, encuentra, que marca el tiempo del oficio religioso. La mano aparece, desaparece y vuelve, en cada una de las partes de la misa, las acentúa y distingue, y poco a poco, va sorbiendo su propia libertad hasta calcinar su voluntad. 

Volvió en ocasos de ámbar/ segunda vez à esconderla,/ hasta que en pie de evangelio,/ amaneció aurora fresca./ Santiguóse al comenzarle,/ y al darle fin, la encarcela./ Hasta el Sanctus, que desnuda,/ da aldabadas a la puerta/ del pecho, llamando al alma,/ que deseosa de vella,/ debió penetrar cartones,/ pues corazones penetra./ Duró esta vez el gozarla/ sin la prisión avarienta,/ hasta consumir el cáliz:/ ¡Ay Dios, si mil siglos fueran! (11)

     Se ve como en la gestualidad de la mujer las manos ocupan lugar destacado saltando como corzas de un lado a otro en buena cantidad de ademanes, así cuando se inician, durante el escorzo y como rúbrica. A ello se suma que se tornan espejo de profundidades insondables y que a su través, se vislumbra el alma. Sólo cabe esperar el excelente cuidado con que las favorecían. Largas y pulidas, necesitan la nívea blancura en forma permanente y para tales casos aparecen las recetas de probados resultados en textos médicos o en manuscritos de cocina, que bullen por las casas solariegas y de la nobleza.


(1) Marques, Fray Antonio. Afeite y mundo mujeril. Barcelona. 1964.
(2) Rojas, Fernando. La Celestina. Madrid. 1966.
(3) Ruiz, Juan. (Arcipreste de Hita). Libro de buen amor. Madrid. 1992.
(4) Cervantes Saavedra, Miguel de. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Madrid. 1875.
(5) Recetas y memorias para guisados, confituras, olores, aguas, afeites, adobos de guantes, unguentos, y  medicinas para muchas enfermedades. Ms.6058. s. XVII. Biblioteca Nacional. Madrid.
(6) Molina, Tirso de. La celosa de si misma. Madrid. 1890. escena II.
(7) Ms. 6058. Biblioteca Nacional. Madrid.
(8) Maura y Amezúa, Duque de. Fantasías y Realidades del viaje a Madrid de la Condesa d’Aulnoy. Calleja. Madrid. 1942.
(9) Receptas experimentadas para diversas cosas. Ms. 2019. Biblioteca Nacional Madrid.
(10) Molina, Tirso de. ob cit.
(11) Molina, ob.cit.

 

 

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