Maquillaje (1930)
Justo frente a la ventana del baño de mi casa queda la ventana del baño de la funeraria Yanaka.
El terreno que media entre las dos es usado como basurero por la funeraria. Allí arrojan las flores y las coronas utilizadas en los servicios.
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Aunque era mediados de septiembre, los cantos de los insectos de otoño sonaban estridentes en el cementerio y cerca de la funeraria. Les dije a mi mujer y a su hermana menor que tenía algo interesante que mostrarles y las conduje al corredor, rodeando con mis manos sus hombros, pues hacía bastante frío. Era de noche. Llegamos al final del corredor y abrí la puerta del baño: un intense olor a crisantemos penetró de repente en nuestras narices.
Con exclamaciones de sorpresa, las mujeres escudriñaron a través de la ventana. Fuera, la masa de crisantemos ocupaba toda la vista. Debía haber aproximadamente unas veinte coronas de crisantemos blancos; eran los restos de un funeral.
Mi mujer, extendiendo las manos como deseosa de cogerlos, dijo que hacía años que no veía tantos crisantemos. Encendí la luz, que centelleó sobre el papel plateado que envolvía las coronas.
Cuando trabajo hasta tarde, cada vez que voy al baño aspiro el aroma de las flores, y cada vez que estoy allí, siento cómo el cansancio provocado por la labor nocturna se disipa con la fragancia. A medida que se aproxima el amanecer, las flores se vuelven más blancas, y el papel plateado, más reluciente. Una vez, mientras me aliviaba, vi un canario posado sobre uno de los crisantemos. Agotado, tal vez se había desorientado y no había sabido volver a su lugar. Seguramente era uno de esos pájaros enjaulados que se sueltan en los servicios fúnebres.
Imágenes como ésa poseen su propia belleza. Sin embargo, por esa misma ventana, también se ve cómo se pudren las flores día a día.
Mientras escribo esto, a comienzos de marzo, veo cómo se ajan rosas rojas y modifican lentamente su color unas grandes campanillas. Vengo haciendo una cuidadosa observación del proceso; ya son varios días.
Sólo se trata de flores, y lo puedo afrontar. Tampoco puedo evitar ver a los seres humanos que aparecen en el marco de la ventana. La mayoría son mujeres jóvenes; los hombres rara vez usan el baño allí: En cuanto a las de edad, ya no son coquetas y no necesitan examinar sus rostros en el espejo del baño de una funeraria.
Casi todas las mujeres jóvenes pasan un tiempo allí, maquillándose. Siempre que sorprendo a una joven mujer de luto retocando su maquillaje en el baño de la funeraria, pintándose los labios de rojo, tiemblo aterrorizado como si ella tuviera la boca embadurnada con sangre que hubiera lamido de un cadáver. Hacen gala de una completa serenidad; saben que nadie las ve pero, de todos modos, su proceder sugiere un sentimiento de culpabilidad, de estar haciendo secretamente algo impropio.
No es que desee observar esas extrañas sesiones de maquillaje, pero las dos ventanas están frente a frente, así que a menudo soy testigo de ese tipo de conductas desconcertantes. Cada vez que ocurre, desvío la mirada precipitadamente. Suele sucederme al ver mujeres perfectamente maquilladas por la calle o en una recepción, que recuerdo la imagen de aquellas otras en el baño de la funeraria. Hasta pensé escribir a todas mis amigas para rogarles que nunca usaran el lavabo de la funeraria Yanaka, si es que alguna vez por casualidad debían asistir allí a alguna ceremonia fúnebre. Porque no quiero verlas convertirse en brujas.
Pero ayer… sorprendí a una muchacha de diecisiete o dieciocho años enjuagándose las lágrimas con un pañuelo. Sollozaba transida de dolor, y sus hombros se agitaban con la pena. Entonces pareció abrumada y súbitamente se desplomó contra una de las paredes. Las lágrimas corrían copiosas y ella las dejaba deslizarse, impotente.
Supuse que habría ido allí para llorar tranquila y a solas, no para retocar su rostro en secreto. Sentí cómo la íntima pena de esa joven erradicaba las emociones misóginas que las visiones de aquella ventana habían sembrado en mí.
Pero entonces, de improviso, sacó un espejito, esbozó una sonrisa y se retiró del baño con rapidez. Fue como recibir una ducha de agua fría y estuve a punto de gritar.
Su sonrisa era absolutamente inescrutable.
Canarios
Señora:
Me veo obligado a romper mi promesa y una vez más le escribo una carta.
Ya no puedo tener conmigo por más tiempo los canarios que recibí de usted el año pasado. Era mi mujer la que siempre los cuidaba. Yo me limitaba a mirarlos, a pensar en usted cuando los observaba.
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Fue usted quien dijo, ¿no fue así?: “Usted tiene una mujer y yo un marido. Dejemos de vernos. Si por lo menos usted no tuviera mujer. Le entrego estos canarios para que me recuerde. Obsérvelos. Ellos son ahora una pareja, pero el vendedor simplemente tomó un macho y una hembra al azar y los metió en una jaula. Los canarios en sí no tuvieron nada que ver. De todos modos, por favor recuérdeme a través de estos pájaros. Tal vez sea desagradable entregar criaturas vivas como recuerdo, pero nuestra memoria también está viva. Algún día los canarios se morirán. Y, cuando llegue el momento de que mueran nuestros mutuos recuerdos, dejémoslos morir”.
Ahora los canarios parecen estar al borde de la muerte. La que los cuidaba ya no está. Un pintor como yo, negligente y pobre, es incapaz de hacerse cargo de estos frágiles pájaros. Lo diré claramente. Mi mujer se ocupaba de los pájaros, y ahora está muerta. Y como ella ha muerto, me pregunto si también los pájaros morirán. Y si así es, ¿era mi mujer la que me traía recuerdos de usted?
Hasta se me ocurrió dejarlos libres pero, desde la muerte de mi mujer, sus alas parecen haberse debilitado repentinamente. Además, estos pájaros no saben lo que es el cielo. Este par no tiene otra compañía en la ciudad ni en los bosques cercanos donde reunirse con otros. Y si acaso uno se fuera volando por su cuenta, morirían separados. En aquel entonces, usted aseguró que el hombre del negocio de mascotas simplemente había tomado un macho y una hembra al azar y los había metido en una jaula.
Y a propósito, no quiero vendérselos a un pajarero pues usted me los dio a mí. Y tampoco quiero regresárselos a usted, pues fue mi mujer la que los cuidaba. Por otra parte, estos pájaros – de los que probablemente ya se haya olvidado – serían una molestia para usted.
Lo diré de nuevo. Fue porque mi mujer estaba aquí que los pájaros han vivido hasta el día de hoy – sirviendo como recuerdo suyo. Por eso, señora, deseo que estos canarios la sigan a ella en la muerte. Mantener su memoria viva no fue lo único que hizo mi mujer. ¿Cómo pude amar a una mujer como usted?¿No fue acaso porque mi mujer permaneció conmigo? Mi mujer me hizo olvidar todo el sufrimiento. Ella evitaba mirar la otra mitad de mi vida. Si ella no lo hubiera hecho, seguramente yo habría desviado mis ojos o habría desalentado mi mirada ante una mujer como usted.
Señora, ¿no es correcto, entonces, que mate a los canarios y los entierre en la tumba de mi mujer?
Yuriko (Yuri) - 1927
Cuando estaba en la escuela primaria, Yuriko se dijo: «Siento tanta pena por Umeko; tiene que usar un lápiz más pequeño que su pulgar y carga el viejo portafolios de su hermano mayor.»
Así, para igualarse a su más amada amiga, cortó su lápiz en muchos pedacitos con la pequeña sierra que venía con su cortaplumas. Y como no tenía un hermano mayor, llorando les pidió a sus padres que le compraran un portafolios de varón.
Cuando estaba en la escuela secundaria, Yuriko se dijo: «Matsuko es tan bella… Sus lóbulos y sus dedos se ponen rojos y se cuartean con la helada. Es adorable.»
Así que, para ser como su más querida amiga, se enjabonó las manos durante largo rato en una palangana con agua fría, y luego se humedeció las orejas, y partió hacia la escuela, con el frío viento matinal.
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Se graduó y se casó, y no es necesario aclarar que Yuriko quería a su marido con locura. Así que, imitando a la persona que más amaba en la vida, se cortó el cabello, usó gruesos anteojos, se dejó crecer la pelusa sobre el labio superior con la esperanza de que se viera como un bigote, fumó en pipa, saludaba a su marido campechanamente, caminaba con paso elástico de hombre, e intentó alistarse en el ejército. Lo increíble era que su marido le prohibía cada una de estas cosas. Hasta se quejaba de que vistiera ropa interior como la suya. Hacía feas muecas cuando ella, para imitarlo, no usaba lápiz de labios ni polvos. Y al verse molestada de este modo, su amor por él, como una planta a la que le hubieran cercenado los brotes, fue marchitándose lentamente.
Pensó «qué desagradable es, ¿por qué no me permite hacer lo mismo que él? Es tan triste no ser igual a la persona amada.»
Y así Yuriko se enamoró de Dios. Le rogó: «Dios, por favor muéstrate. De alguna manera, muéstrate. Quiero adoptar tu apariencia y obrar como Tú.»
La voz de Dios, fresca y clara, llegó como un eco desde el cielo. «Serás un lirio, como el yuri de tu nombre. Como el lirio no amarás nada. Como el lirio, amarás todo.»
«Sí», respondió dócilmente Yuriko y se convirtió en lirio.
Tomado del libro de Yasunari Kawabata, Historias de la palma de la mano- Emecé, Buenos Aires, 2005, 122).
Lugar soleado (Hinata, 1923)
En el otoño de mis veinticuatro años, conocí a una muchacha en una posada a orillas del mar. Fue el comienzo del amor.
De repente la joven irguió la cabeza y se tapó la cara con la manga de su kimono. Ante su gesto, me dije: la he disgustado con mi mal hábito. Me avergoncé y mi pesadumbre se hizo evidente.
—Fijé la vista en ti, ¿no?
—Sí, pero no es para tanto.
Su voz sonaba gentil y sus palabras, cálidas. Me sentí aliviado.
—¿Te molesta, no es cierto?
—No, de verdad, está bien.
Bajó el brazo. En su expresión se notaba el esfuerzo que hacía para aceptar mi mirada. Miré hacia otro lado, y fijé la vista en el océano.
Desde hacía mucho tenía ese hábito de fijar la vista en quien estuviera a mi lado, para su disgusto. Muchas veces me había propuesto corregirme, pero sufría si no observaba los rostros de quienes estaban cerca. Me aborrecía al darme cuenta de que lo estaba haciendo. Tal vez el hábito venía de haber pasado mucho tiempo interpretando los rostros ajenos, luego de perder a mis padres y mi hogar cuando era un niño, y verme obligado a vivir con otros. Tal vez por eso me volví así, pensaba.
En cierto momento, con desesperación traté de definir si había desarrollado esta costumbre después de haber sido adoptado o si ya existía antes, cuando tenía mi hogar. Pero no encontraba recuerdos que pudieran aclarármelo.
Fue entonces, al apartar los ojos de la muchacha, que vi un lugar en la playa bañado por el sol del otoño. Y ese lugar soleado despertó un recuerdo por largo tiempo enterrado.
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Tras la muerte de mis padres, viví solo con mi abuelo durante casi diez años en una casa en el campo. Mi abuelo era ciego. Años y años se sentó en la misma habitación ante un brasero de carbón, en el mismo rincón, vuelto hacia el este. Cada tanto volvía la cabeza hacia el sur, pero nunca al norte. Una vez que me di cuenta de este hábito suyo de volver la cara sólo en una dirección, me sentí tremendamente perturbado. A veces me sentaba durante un rato largo frente a él observando su rostro, preguntándome si se volvería hacia el norte al menos una vez. Pero mi abuelo volvía la cabeza hacia la derecha cada cinco minutos como una muñeca mecánica, fijando la vista sólo en el sur. Eso me provocaba malestar. Me parecía misterioso. Al sur había lugares soleados, y me pregunté si, aun siendo ciego, podría percibir esa dirección como algo un poco más luminoso.
Ahora, mirando la playa, recordaba ese otro lugar soleado que tenía olvidado.
Por aquellos días, fijaba la mirada en mi abuelo esperando que se volviera hacia el norte. Como era ciego, podía observarlo fijamente. Y me daba cuenta ahora de que así se había desarrollado mi costumbre de estudiar los rostros. Y que este hábito ya existía en mi vida de hogar, y que no era un vestigio de servilismo. Ya podía tranquilizarme en mi autocompasión por esta costumbre. Aclarar la cuestión me provocó el deseo de saltar de alegría, tanto más porque mi corazón estaba colmado por la aspiración de purificarme en honor de la muchacha.
La joven volvió a hablar.
—Me voy acostumbrando, aunque todavía me intimida un poco.
Esto significaba que podía volver a mirarla. Seguramente había juzgado rudo mi comportamiento. La observé con expresión radiante. Se sonrojó y me lanzó una mirada disimulada.
—Mi cara dejará de ser interesante con el paso de los días y las noches. Pero no me preocupa.
Hablaba como una criatura. Me sonreí. Me pareció que repentinamente nuestra relación había adquirido otra intimidad. Y quise llegar hasta ese lugar soleado de la playa, con ella y con el recuerdo de mi abuelo.
Yasunari Kawabata
Lugar soleado (en Historias de la palma de la mano. Traducción de Amalia Sato. Emecé).
* (Japón, 1899-1972) Novelista japonés nacido en Osaka, graduado por la Universidad Imperial de Tokio. En la década de los años veinte formó parte de un grupo literario de jóvenes escritores conocido como neosensacionistas, partidarios del lirismo y del impresionismo en lugar del realismo social imperante. Poco a poco fue desarrollando un estilo propio, minucioso y episódico, que se manifiesta en su primera novela, Diario íntimo de mi decimosexto cumpleaños (1925). Con frecuencia se preocupó por la exploración de la soledad y los aspectos que bordean la sexualidad humana. Su novela País de nieve (1947), que trata de un hombre de negocios egocéntrico y su amante geisha, es muy conocida en Occidente. Otras obras suyas son las novelas Mil grullas (1959) y El sonido de la montaña (1970), así como dos volúmenes de relatos que se cuentan entre lo mejor de su obra: La casa de las bellezas durmientes (1961) y Lo bello y lo triste (1965). En 1972 se publicó de forma póstuma la biografía ficticia El maestro de Go, Kawabata fue el primer japonés que ganó el premio Nobel de Literatura en 1968, por su maestría narrativa, que expresa con gran sensibilidad el espíritu japonés. En 1972, enfermo y deprimido, se suicidó.
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FUENTES:
despuesdelnaufragio.blogcindario.com/
trentavuit.blogspot.com.ar
jyanes.blogspot.com.ar
entregallosyamaneceresprosabis.blogspot.com.ar
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