Silva de Romances (Zaragoza, 1550) |
A lo largo de la historia y casi desde que el hombre dejó de andar encorvado, los afeites o cosméticos han sido señal de distinción e incluso de clase, siempre, como es de suyo, en consonancia con el valor de los componentes de la mezcla. Por lo demás desde el mismo momento en que usa un parco vestido que no tapa sino que muestra que se halla investido de hombre o mujer termina tal categorización con un cosmético. Una simple pintura sí, con los ingredientes que le da la tierra, pero que delata jerarquía. De tal manera los cosméticos apuntan a mejorar la belleza o a proponerla y en consonancia los moralistas que surgen con los griegos y luego con los cristianos apuntan a no contravenir la hechura de Dios. Claro que no siempre la cosmética apunta a la belleza hay ocasiones en que es necesaria la anticosmética para determinados fines que, curiosamente, son éticos. De ello dan fe los moralistas y la literatura; en particular la española, a la cual acudo porque es la que mejor conozco.
En tal caso se podría hablar de la anticosmética, partiendo de una piel en todo hermosa y que por las necesidades que traen aparejados los avatares del destino es necesario cambiarla por fealdad. Tales los casos e historias que acaecen en algunos Romances en que la aventura o el castigo, pueden deteriorar cutis y manos. En consecuencia se asiste al hecho fascinante de que a partir del reverso se promueve y visualiza la importancia del anverso. En la Doncella guerrera se asiste al momento cumbre en que el padre maldice a la madre por no haberle dado hijos varones, momento en que la doncella pide permiso para ir a la guerra, al cual le pide armas y un caballo trotón en una imagen preciosa y llena de vida. El padre presiente que será reconocida por su belleza y juventud. Pero es tal el brío puesto de manifiesto por la doncella que se suscita el siguiente diálogo o estupendo romance:
-Conoceránte en los pechos,
Que asoman bajo el jubón.
-Yo los apretaré, padre,
Al par de mi corazón.
-Tienes las manos muy blancas,
Hija, no son de varón.
-Yo les quitaré los guantes
Para que los queme el sol.
-Conoceránte en los ojos,
Que otros más lindos no son.
-Yo los revolveré, padre,
Como si fuera un traidor.(1)
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En estos deliciosos versos que describen una transformación en que palpita un estado de ánimo y carácter, se encuentran tres de los atributos que resuenan constantemente en boca de los poetas, cuando refieren al cuerpo femenino para endiosarlo, en coincidencia con las mismas zonas en que se ceban los moralistas. Durante la Edad Media, tiempo del que se hace eco el Romancero y luego por el Renacimiento, los pechos, las manos y los ojos eran el atractivo predilecto de las mujeres de alcurnia, así como las caderas y el mayor volumen de los pechos lo eran de las villanas. Claro, que después la vida baraja y reparte a su antojo, pero quede como esquema, porque también se podría decir que tal aseveración solo se daba en las novelas y Cancioneros. Pero en tal caso se cae siempre en apreciaciones de clase. Y por lo demás la carne en exceso era bien vista en todos los estratos.
Al fin y al cabo, en este caso y por causa de la guerra, es necesario ceñir los pechos que se revelan airosos, desnudar las manos a la intemperie e inyectar veneno a los ojos luminosos. Lo que interesa recalcar del poema, más allá de la aparición del sol como enemigo de la piel, algo que viene de lejos, es señalar cómo el gesto estético se convierte en ético al desfigurar la belleza, y también lo es para el caso en que se trastoca la mirada en ojos traidores. Pero la guerra era el oficio de los señores, y en consecuencia a pesar del alboroto estético se honra la ética; que no es otra cosa que una visión de clase. Parecidas características posee el Romance de don Bueso, cuya acción, para más inri, transcurre un lunes de Pascua Florida en que guerrean los moros y llevan cautiva a una infanta cristiana cubierta de oro y pedrería.
Llegados que son a palacio, piden a la reina mora que la tome a su servicio, pues no hay en el reino doncella tan galana; más la reina celosa de su belleza y de que el rey se prende de ella, sugiere se hurte su hermosura por medio de trabajos viles.
-Mandadla, señora,
con el pan al horno,
allí dejará
hermosura el rostro;
mandadla, señora,
a lavar al río,
allí dejará
hermosura el rostro;
Paños de la reina
va a lavar la niña;
lloviendo, nevando,
la niña torciendo,
aún bien no amanece
los paños tendiendo. (2)
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Y claro, desmejorada la encuentra don Bueso. En un recodo del camino por el que busca amiga, encuentra, como ocurre en los romances, a su propia hermana en la fuente fría donde día a día deja su esplendor. Antes de marchar o huir, le pregunta a la doncella que hacer con la lujosa ropa que lava y le ordena, lleve “los de grana y oro” y tire al río los de “holanda y plata”, que demuestra de maravilla el valor y calidad del atavío; el rojo propio de la nobleza a lo que hay que sumar el labrado en oro, que los artesanos hispano-árabes realizaban como nadie. Por otra parte, es de suponer que en las estancias de su casa solariega tenía cantidad de “olandas” que, a pesar de su valor, en este ejemplo no gozan de la misma estima, dada la calidad y lujo de las prendas moras.
He tratado de señalar como la belleza y el lujo son un privilegio de las capas acomodadas y que solamente mediante los trabajos viles consiguen afearse. O sea, que quienes se dedican a dichos trabajos no entrarían en el derrame de belleza. En un ejemplo parecido pero más antiguo, en que prima la anticosmética, aparecen las mujeres con total descuido de sus cuerpos. Tal como se describe en La asamblea de mujeres de Aristófanes. Aquí, las mujeres para dar rienda suelta a sus fines se disfrazan de hombres, dejando de lado la depilación y aplicación de perfumes, dos poderosas armas de seducción.
Mujer 1ª. -En primer lugar he dejado mis axilas con más tufo y pelo que un matorral, puesto que así lo habíamos convenido. Cada vez que mi marido se iba a la plaza me untaba con cebolla el cuerpo y todo el día me lo he pasado a el sol para oler fuertemente y tener el cutis más moreno y varonil.
Mujer 2ª. -…Lo primero que hice fue arrojar la navaja por la ventana para estar tan velluda como fuera posible y así no parecerme a una mujer. (3)
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Esta rebeldía viene a cuento porque entre la guerra y el foro sus maridos las tenían abandonadas. Pero sirve para apreciar el papel que cumple el sol al atizar la piel. La piel blanca era un signo elitista y en Aristófanes algo propio de la femineidad inclinada a lo estético. La Belleza es un atributo de clase. Los hombres de la Iglesia llevan enormes sombreros, y los de la nobleza alta y baja toman sol cuando hacen la guerra o cuando “descansan” y se entrenan en los torneos. Enfrente y abajo, el pechero se achicharra mientras labra y cosecha o sigue ensimismado el paso cansino de los ganados. Por su parte y hablando de las damas, pocas han llegado tan lejos en materia de afearse, pocas tan drásticas y “éticas” como doña María Coronel, que para alejar de si al rey Pedro I que la requería de amores no trepida en quemarse el rostro con un tizón. Una extraña costumbre bastante arraigada en la familia, pues otra antecesora también recurrió a brasas, pero esta vez, sobre las partes pudendas, como una manera un tanto peregrina y expeditiva de permanecer fiel al marido. No cuentan las crónicas, si después de tan alevoso descalabro, el marido permaneció fiel a tan dañado encanto.
(1) Menéndez Pidal, Ramón. Flor nueva de romances viejos. Austral. Madrid. 1993. |
(2) Ob. cit. |
(3) Aristófanes. La asamblea de mujeres. “Colección Pliegos de Cordel”. Barcelona. 1965. |
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