Revista de Artes
Edición nº 13

marzo / abril 2009
Buenos Aires
- Argentina


 

DESDE BUENOS AIRES, ARGENTINA,
RECIBIMOS Y COMPARTIMOS UN CUENTO DE

Maximiliano Ignacio de la Puente*

Ocho horas seguidas

Cada habitación me trae recuerdos. Especialmente ésta, la cocina. Mientras preparo la comida, veo a mis hijas acá, a mi lado, bien cerca de la hornalla, ayudándome a revolver el caldo o el guiso.
No tenemos luz, agua, ni gas. La guerra nos arrebató todo eso.
Al anochecer, enciendo mi lámpara de querosén.
A veces, cuando me siento un poco mejor, tengo ganas de leer.
Leo cualquier cosa. Lo que tenga a mano.
Busco distraerme.
Trato por todos los medios de no pensar en los que se fueron. En quienes ya no están conmigo. Y es que son tantos. Muchos. Demasiados amigos se fueron para nunca más volver. Y no es nada fácil aceptarlo. Me cuesta tanto conciliar el sueño.
A la noche le tengo miedo.
Espanto.
Quisiera que no se hiciera de noche. Nunca. Pero mi sueño jamás se cumple.
Y ahora es peor. Estamos en invierno. Los días duran muy poco. Se me escapan como el agua que no tengo entre mis dedos.
Y la noche llega tan rápido. Nunca puedo dormir. Es invariable. A lo sumo, logro conciliar el sueño por dos horas seguidas. Y nada más.
Cuando me despierto, doy vueltas en la cama. No sé cuántos giros doy, prefiero no contarlos.
A veces me levanto y espero, impaciente, el alba.
Cuando llega, me voy corriendo a la cocina. Pienso en mis hijas. Las recuerdo: sus olores, sus cabellos, el color de sus ojos. Sus manos me encantaban. No sé por qué, pero cuando las recuerdo, pienso siempre en las rugosidades de sus manos.
Unas manos de mujeres trabajadoras, llenas de arrugas y lastimaduras. Pero firmes y al mismo tiempo serenas. 
Desayuno algo, cualquier cosa, no sé. Un pedazo de pan y un poco de mate cocido. Y ya después se me hace tarde. Me tengo que ir. Es hora de ir al trabajo.
Trabajar me hace bien, me distrae. Me hace olvidar todo lo que tengo para olvidar. Que es tanto. Muchísimo.
Vuelvo a casa sobre el filo del atardecer. Voy del trabajo a mi casa, y de casa al trabajo. Esa es mi vida. Acá no hay nada para hacer. Nadie quiere andar por unas calles que se han vuelto vacías y hostiles. Nadie. Yo tampoco.
Me refugio en mi casa. O en lo que aún queda de ella.
Vi morir a tanta gente. Vi sobrevivir a tantos otros. Soy uno más de esos. Uno de los sobrevivientes.
No me siento orgullosa de eso. De haber sobrevivido a la guerra.
Nunca quise mi muerte tampoco. No la quiero ahora, pese a que es una tentación tan evidente en estos tiempos tan amargos.
Sigo. Lo intento. Cuando algo me duele, bien hondo en el pecho, trato de sobreponerme. A veces lo logro. Otras me deprimo tanto que no alcanzo ni siquiera a recordar cómo me llamo. Ni cuántos años tengo.
Me siento tan vieja a veces. Estoy tan herida de muerte. Encuentro satisfacción en cosas cada vez más ínfimas. 
“No me quiero casar nunca” me dijo en la calle, el otro día, una chica de unos once años. “Y si tengo que casarme, nunca le voy a cocinar. Voy a esperar sentada, a que él me traiga la comida”.
Nos reímos juntas por su ocurrencia. Y después cada una siguió su camino.
Me gustaría ser como ella. Y esperar sentada a que mis hijas me traigan la comida.
Aunque sólo sea por una noche.
Una sola vez más, sólo una, me gustaría comer con mis hijas.
Y sé que después, cuando ellas se fueran y ya no pudiera verlas nunca más, dormiría por esa sola noche durante ocho horas seguidas.
Hasta el día siguiente.
Al despertarme, todo volvería a la normalidad. A mi rutina del pan duro y el mate cocido. El trabajo. Mi casa. El querosén. La cocina. Y ese insomnio, tan familiar, tan conocido, que me acompaña todas las noches desde que mis hijas se han ido.
Me las arrebató la guerra. Como a muchos. Como a tantos.
Como a todos y a cada uno de mis amigos más queridos.
Ya no queda nadie. No conozco a nadie. Esta ciudad me es ajena. Y yo le soy indiferente a ella. Vivimos agolpados y apretujados millones de personas desconocidas. En esta ciudad tan triste. Que llora aún a sus muertos. Y pide a los gritos auxilio.
No quiero salir de casa por eso. No quiero caminar por esta ciudad. Ya no deseo escuchar esos gritos. No quiero que se confundan ni se mezclen con los míos.
Prefiero recordarla como era antes de la guerra.
Una ciudad festiva. Eso era.
Una ciudad en la que aún vivían mis hijas. Cocinábamos juntas. Y yo podía dormir de noche, durante ocho horas seguidas.

 

* Maximiliano Ignacio de la Puente nació en Buenos Aires en mayo de 1975. Es Licenciado en Ciencias de la Comunicación con orientación en Comunicación Comunitaria, egresado en 2005 de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.  Ha cursado la maestría en Comunicación y Cultura  en la misma institución. Se desempeña como investigador docente en la Universidades Nacional de General Sarmiento. Es también director teatral y dramaturgo.

Ilustró: burbridge.

 

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Revista de Artes - Nº 13 - Marzo / Abril 2009
Buenos Aires - Argentina
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