Fiel hijo de la Pachamama, fue río, montaña y selva.
Voz que canta con el viento, liberando los caminos.
Las piedras lo contuvieron, en la soledad de los valles.
Como un cóndor en el cielo, es vigilia de las cumbres.
La guitarra su amante, el caballo su amigo.
La noche lo vio llorar, lágrimas de copla errante.
Destino del que nació pobre, perpetuarse en la huella,
es la riqueza que tiene para dejar en la tierra.
Panza arriba en la gramilla, habla con las estrellas.
Le cuenta a La Cruz del Sur con acertadas palabras,
las penas que tiene el alma.
Si casi no cree en Dios -y esto no es una blasfemia-
porque es difícil soñar, en medio de la pobreza.
Recorrió los caminos, dejando en cada piedra,
junto al sonido del agua de los ríos,
la tristeza de su canto, la plegaria de su música.
Alguien dijo por allí:
el que canta no se va más de este mundo.
Por eso entre los granos de arena que el viento revuelca,
se escuchan los rasguitos de una guitarra, acompañando la voz
de don Atahualpa Yupanqui.
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Cuando el viento entona su canto, la leyenda asoma
Leyenda de la niña milagrosa
Allá a la vera de un río que corría cauteloso, donde se miraba la luna para peinar sus cabellos, una muchacha dormía el sueño de los que fueron.
Bella como las flores de los juncos que adornaban las orillas, cuando llegaba la noche, abría los ojos para sondear como un rayo en la negra oscuridad, escarbando entre la niebla vaya a saber qué antojo.
Dicen los lugareños que busca al ladino que un día con mentiras, navegando en el engaño, le robó su virtud.
Estando loca de amor, con su cuerpo profanado, quedó tirada en el lodo.
El viento tuvo piedad y la cubrió. Hojas secas y raíces, fueron las sedas de su manto.
Llorando penas de amor, con el corazón herido, pasó un día un caminante por la orilla del río. Escuchó a la niña decirle que ella lo curaría de semejante dolor.
Desde entonces es la hora en que todos los amantes, que sufren por el engaño, la traición, la cobardía, llegan al lugar buscando alivio, en la palabra bendita, de la bella de los milagros.
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Leyenda de la india Akemí
Estaba con el abuelo, sentado en un rincón, cerquita de un brasero donde la lumbre no se había apagado del todo. Aún quedaban algunos rescoldos.
Un galope escuché que aceleró los latidos de mi corazón. A través de una ventada, con las cortinas gastadas, la silueta intacta de un potro y en su monta, una mujer con el pelo ventilando en el viento.
---No se asuste m’hijo ---dijo el abuelo--- es el potro de la india Akemí que la lleva a su cita.
Los cerros tienen sus cosas, secretos y misterios. De mandinga y sotretas. De rayos que por las noches, incendiaban los cristiano y a veces hasta el pueblo. Pero nunca una aparición cabalgando contra el cielo.
Cuenta la leyendo que en este lugar, hace años, un mocito europeo, estudiado y bien dispuesto, que era hijo del patrón de una estancia, se enamoró como loco de la bella Akemí.
---¡Muerto que verlo con ella. Es una india salvaje. ---dijo un día el desalmado.
---Nos iremos a otro sitio ---prometió el enamorado--- donde nada nos impida que podamos amarnos. Juntito al sauce llorón que está en la curva del río, cuando la luna se asome, yo te estaré esperando.
La encontró la madrugada, por el rocío empapada. Llorando sobre las piedras, con el alma destruida.
Alguien dice por allí que fue obligado a marcharse. Otros que fue encontrado con un puñal en el pecho.
Lo cierto es que la india, desde entonces, a la cita no ha faltado, esperando que la luna le devuelva a su amado.