DE LAS TORTURAS DEL AMOR, Y COMO LUEGO TUVO QUE USARSE UN LANZANIÑOS
Un día, al amanecer, mientras Trurl reposaba vencido por el más profundo sueño, alguien llamó a la puerta de su morada con tanta fuerza, que parecía que el visitante seproponía sacarla de los goznes. Cuando Trurl descorrió los pestillos abriendo a duras penas los ojos, ante su mirada se dibujó sobre el fondo todavía gris del cielo una enorme nave, parecida a un gigantesco pan de azúcar o a una pirámide voladora. Del interior de aquel coloso que se había posado frente a sus ventanas, bajaban por una ancha pasarela largas filas de camellos cargados de sacos. Unos robots pintados de negro y ataviados con chilabas y turbantes, los descargaban ante el umbral de la casa; lo hacían con tanta diligencia que en un momento Trurl, que no comprendía nada de todo aquello, se vio encerrado en un alto terraplén semicircular de pesados fardos,
entre los cuales quedaba libre un pasadizo angosto. Venia por él en aquel momento un electridalgo de gran prestancia con ojos tallados en estrella, con antenas de radar alzadas gallardamente, y una capa cuajada de joyas echada con fantasía sobre un
hombro. El poderoso señor se quitó su blindado sombrero, se lo volvió a poner y preguntó con una voz potente, pero suave como terciopelo:
—¿Tengo el honor de hablar con el señor Trurl, construccionista de alto linaje?
—Pues sí, señor, soy yo... Tenga la bondad de entrar... me perdonará el desorden... no sabía, quiero decir, estaba durmiendo... —farfulló Trurl, muy turbado, ajustándose las escasas vestimentas; su confusión aumentó cuando se dio cuenta de que sólo llevaba
encima un camisón que, por añadidura, clamaba por una lavadora.
El distinguido electridalgo parecía no advertir la imperfección del atuendo de Trurl.
Quitándose otra vez el sombrero, que vibró sonoramente por encima de su poderosa cabeza, entró en la casa con andares refinados. Trurl pidió que le excusara un momento, corrió arriba para arreglarse un poco y volvió, bajando los peldaños de la
escalera de dos en dos. Mientras tanto, el día se iba levantando, los primeros rayos del sol centelleaban en los turbantes de los robots negros, que cantando nostálgicamente un viejo cantar de esclavos: La cabaña del Tío Tom, etc., rodearon en cuádruple fila la casa y la navepirámide.Trurl lo vio por la ventana cuando tomaba asiento frente a su huésped. El electridalgo lo contempló con una mirada resplandeciente y diamantina y profirió estas palabras:
—El planeta del cual vengo hacia vos, mi señor construccionista, en el mismo seno del medioevo perdura. Por lo que su gracia perdonarme debe si le importuno aterrizando a la hora indebida. Mas de barruntar ha que no nos fue posible prever en la nao que en
este punctum del planeta suyo donde encuéntrase la digna morada de vuecencia, la noche aún su imperio extendía, vedando el acceso a los rayos del sol.
Aquí carraspeó melodiosamente, como si tocara una maravillosa nota en una armónica, y prosiguió el discurso:
—Comparezco ante Vuestra Gracia como emisario particular y especial de mi Rey y Señor, Su Alteza Real Protrudino Asteriano, Soberano Absoluto de los globos unidos Jónito y Eprito, Monarca Hereditario de Aneuria, Emperador de Monocia, Biproxia y
Trifilida, Gran Duque Barnomalveriano, Eborcidio, Clapundriano y Tragantoriano, Conde de Euscalpia, Transfioria y Fortransmina, Paladino de Petaca y Estaca, Barón de Grampitolunga, Gramtronitunga y Gramchismetunga, Señor de Metera, Jetera y
Etcetera, para que en el Nombre de Su Majestad exponga la súplica ante Vuestra Gracia de aceptar Su invitación y dignarse venir a nuestro Reino, donde se le espera con ansiedad, como al único Salvador de la Corona, al único que pueda librarnos de la universal decrepancia, por el desgraciado amor de Su Alteza Real, Heredero del Trono, provocada.
—Pero si yo no... —empezó a hablar rápidamente Trurl, pero el magnate interrumpió su frase con un breve gesto para significarle que no había terminado todavía y continuó su parlamento, sin modificar el acerado sonido de su voz:
—A cambio de acceder magnánimamente a nuestro ruego, de venir y ayudar en el combatimiento de la catástrofe nacional que pone en peligro la razón misma del estado,
Su Alteza Real, Protudino, promete, asegura y jura por mi boca que colmará a Su Constructividad de favores tan inmensos que hasta el fin de sus días no podría Su Gracia apurarlos. Y ahora ya, en el momento presente, como avance o como, según tengo entendido se dice, a cuenta, te nombro noble señor —aquí el magnate se
levantó, desenvainó su espada y continuó, puntualizando cada palabra con un golpe de su hoja en el hombro de Trurl, faltando poco para que le rompiera los huesos—, Príncipe Titular y Reinante de Murvidraupia, Abominencia, Malodora y Trapizonda, Conde Legítimo de Trund y Morigund, Elector Octoespigonal de Brazalupa,
Condolonda y Pratalaxia, así como Marqués de Gund y Lund, Gobernador Extraordinario de Fluxía y Pruxia, General Capitular de la Orden de Menditas Bandolarios y Gran Limosnero del Principado de Pito, Mito y Tramtadrito. siéndole conferido junto con esas dignidades el derecho a la salva de veintiún cañonazos al
levantarse por la mañana y acostarse por la noche, una fanfarria por la tarde, la Pesada Cruz infinitesimal y la perpetuación pluriaxial y pluritemporal en ébano, mármol y oro. Y ahora, en testimonio de Su aprecio y benevolencia, mi Rey y Señor te envía estos regalitos de los que me atreví a rodear tu morada.
En efecto, la altura de la muralla de sacos sobrepasaba ya el nivel de las ventanas, interceptando la luz del día. El magnate terminó de hablar, pero se olvidó, seguramente por un descuido, de bajar la mano, alzada en un gesto de orador inspirado. Al cabo de un momento de silencio, Trurl dijo:
—Estoy enormemente agradecido a Su Majestad el Rey Protrudino, pero yo, sabe usted, no soy especialista en asuntos amorosos. Sin embargo —añadió bajo la mirada del magnate que pesaba sobre él como una montaña de brillantes—, explíqueme, si quiere, de qué se trata...
El poderoso personaje hizo un ademán afirmativo.
—¡La cosa es sencilla, Vuestra Gracia! El heredero del trono enamoróse de Amarandina Cibernea, única hija del soberano de Araubraria, una potencia limítrofe a la nuestra. Pero he aquí que entre los dos estados existe desde tiempos inmemoriales una enemistad muy grande y, cuando nuestro Rey y Señor, conmovido por los incesantes ruegos del príncipe, se dirigió al emperador para pedirle la mano de Amarandina para su hijo, recibió una respuesta categóricamente negativa. Desde entonces ha pasado un año y seis días. El príncipe se está consumiendo como una vela encendida y no hay modo de devolverle la salud del cuerpo ni la del alma. ¡No hay, pues, esperanza, salvo en la Preclara Persona de Vuestra Gracia!
Aquí el bizarro magnate se inclinó profundamente ante Trurl. Este se aclaró la garganta y, mirando a través de la ventana las huestes del emisario real, dijo con voz débil:
— No creo que pueda..., pero... si el rey lo desea..., yo..., naturalmente...
— ¡Magnífico! —exclamó el magnate, dando unas palmadas atronadoras. Al momento penetraron en la estancia, llenándola de estruendos metálicos, doce soldados acorazados, negros como la noche, levantaron a Trurl del asiento y lo llevaron en brazos a bordo de la nave. Se dispararon veintiún cañonazos, se levantaron las rampas y la pirámide, con bandera desplegada, le elevó majestuosamente al abismo celestial.
Durante el viaje, el magnate, cuyo cargo en la corte era el de Gran Hojalatero de la Corona, contó a Trurl numerosos detalles de la historia romántica y dramática a la vez de los amores principescos. En seguida después del aterrizaje y tras una recepción solemne y el paseo en coche descubierto por las calles de la capital, rebosantes de banderas y gentío, el constructor puso manos a la obra. Para trabajar se instaló en el esplendoroso parque del palacio real. En el transcurso de tres semanas el Templo de Ensueños, allí ubicado, fue transformado en una construcción extravagante, llena de piezas metálicas, cables y pantallas de refracción. Era, como Trurl reveló al rey, un mujerotrón, dispositivo amatorio universal, o sea, un erotor total con retroacción. Quien se encontrara en el corazón de la máquina, conocería de golpe los encantos, voluptuosidades, seducciones, suspiros, besos y abrazos de todo el bello sexo del Cosmos a la vez. El Templo de Ensueños, convertido en mujerotrón, tenía la fuerza inicial de cuarenta megamores, siendo su rendimiento efectivo en el espectro amatorio difuso del noventa y seis por ciento, y la emisión pasional, medida, como de costumbre, en kilocupidos, era de seis unidades por cada beso teledirigido. El mujerotrón estaba equipado además con absorbedores retroactivos de locura amorosa, un reforzador en
cascada abrazaderoembelesador, y un sistema automático de «primera mirada», ya que Trurl era partidario de la teoría del doctor Afrodontus, creador de la tesis del campo enamorante súbito.
La magna obra disponía igualmente de todas las instalaciones auxiliares, tales como una flirteadora de altas revoluciones, un reductor de empresas seductoras y una gama completa de carnicias y caricias. Fuera, en una cabina acristalada, se veían unos enormes indicadores, en los que se podía observar detalladamente el transcurso de la cura desenamorante. Las estadísticas demostraban que el mujerotrón daba unos resultados positivos y duraderos en noventa y ocho casos de superfixación amorosa
por cada cien. Por tanto, las posibilidades de salvar al príncipe eran enormes.
Cuarenta pares y grandes del reino empujaron y arrastraron al heredero del trono por el parque hacia el Templo de los Ensueños, lentamente, pero con constancia, conjugando lo categórico de su acción con el respeto debido a la sangre real. Como el príncipe no
tenía la menor gana de ser desenamorado, embestía y pateaba a los fieles cortesanos con la cabeza y los pies. Cuando se logró, por fin, meter dentro al futuro monarca (se usaron almohadones de finísima pluma para no hacerle daño al empujar), cuando se
cerraron las escotillas, Trurl, muy nervioso, conectó el autómata, que empezó a contar con voz monótona: «veinte..., diecinueve..., diez...», hasta que pronunció más alto:
“¡Cero! ¡Salida!”, y los sincroerotores, cargados de toda la fuerza megamorica, atacaron a la víctima de aquellos sentimientos tan mal dirigidos. Durante casi una hora Trurl contempló las manecillas de los indicadores, estremecidas bajo la altísima tensión erótica, pero, por desgracia, no observó cambios esenciales. Poco a poco perdía fe en el resuitado de la cura; sin embargo, era tarde para cualquier intervención. Lo único que podía hacer era esperar con los brazos cruzados.
Controlaba solamente si los gigabesos incidían con un ángulo adecuado, sin dispersión excesiva, si la flirteadora y los acariciadores funcionaban a revoluciones apropiadas, cuidando al mismo tiempo de que la densidad del campo no sobrepasara la tolerable, ya que no se trataba de que el paciente se transenamorara cambiando el objeto de sus ardores y pasara de Amarandina a la máquina, sino de que se desenamorara
totalmente. Por fin se abrió la escotilla en medio de un silencio lleno de solemnidad.
Una vez desenroscados los grandes tornillos que la cerraban herméticamente, del interior oscuro del Templo se deslizó fuera, junto con una nube de aroma exquisita, el inanimado cuerpo del príncipe, cubierto de pétalos de rosas marchitadas por la terrible
concentración de la pasión amorosa. Los fieles servidores acudieron presurosos para socorrerle, levantaron en brazos al desmayado y vieron cómo sus labios exangües dibujaban, sin voz, una única palabra: «Amarandina». Trurl se mordió la lengua para no
soltar un juramento, porque comprendió que todo había sido en vano, que la loca pasión del príncipe había resultado en la prueba crítica más poderosa que todos los gigamores y megabesos del mujerotrón juntos. Por lo demás, el amorómetro, aplicado a la frente del enfermo, subió al momento a ciento siete grados, luego se rompió y el mercurio se desparramó temblando con congoja, como si él también fuera presa de unos sentimientos bulliciosos. Así pues, la primera prueba dio un resultado nulo.
Trurl volvió a sus apartamentos de un humor negro como el azabache. Si alguien le hubiera espiado, hubiera visto cómo deambulaba incansablemente por la estancia, devanándose los sesos en busca de una solución. Mientras tanto, se dejó oír en el
parque un alboroto de voces. Eran unos albañiles que habían venido para reparar el muro del cercado y, empujados por la curiosidad, se metieron dentro del mujerotrón y se las arreglaron, no se sabe cómo, para ponerlo en marcha. Hubo que llamar a los
bomberos, ya que salieron ardiendo de amor.
En la prueba siguiente, Trurl aplicó un equipo distinto, compuesto de una deslirizadora y un dispositivo trivializante. Sin embargo, digamos en seguida que este segundo intento fue también un fracaso.
El príncipe no solamente no se desenamoró de Amarandina, sino que su pasión creció todavía más. Trurl volvió a andar varias millas en sus apartamentos, leyó hasta altas horas de la noche libros de texto especializados en la materia, hasta que los estrelló contra la pared y al día siguiente pidió al Magnate Hojalatero que le proporcionara una audiencia con el rey. Una vez admitido ante la Majestad, dijo:
— ¡Alto Señor y Soberano, Graciosa Majestad! Los sistemas desenamorantes, aplicados por mi, son los más poderosos que puedan pensarse. Tu Hijo no se desenamorará mientras conserve la vida. Esta es la verdad que debo al Trono.
Guardó silencio el rey, abrumado por la terrible nueva. Trurl prosiguió:
—Por cierto, podría engañarle, sintetizando a Amarandina según los parámetros de los que dispongo, pero, tarde o temprano, el príncipe se daría cuenta del artificio si le llegaran noticias sobre la vida de la verdadera hija del Emperador. Por tanto, sólo queda un camino: ¡el Hijo del Rey debe casarse con la Hija del Emperador!
— ¡Ah, digno extranjero! ¡Aquí está el quid de la cuestión! ¡El Emperador no la dará nunca a mi hijo!
— ¿Y si fuera vencido? ¿Si tuviera que pactar, pidiendo clemencia al vencedor?
— ¡Oh, entonces sí, desde luego! Pero ¿cómo quieres que yo precipite dos grandes estados a una lucha cruenta, siendo, además, inseguro su resultado, para conseguir la mano de la princesa para mi hijo? ¡Eso no puede ser!
—No esperaba otra decisión por parte de Su Majestad —dijo serenamente Trurl—. No obstante, hay varias clases de guerras, y la que yo proyecto es todo menos cruenta. No atacaríamos el país del Emperador con las armas. No quitaríamos la vida a un solo ciudadano, ¡sino todo lo contrario!
—¿Qué significa esto? ¿Qué está diciendo vuecencia? —exclamó el rey, pasmado.
A medida que Trurl iba confiando sus arcanos al oído del rey, el rostro del monarca, hasta entonces adusto, se serenaba lentamente. Al final, éste exclamó:
— ¡Haz, pues, lo que te propones, querido extranjero, y que el cielo te ayude!
El día siguiente las forjas y los talleres del reino procedieron a la fabricación, según los planos suministrados por Trurl, de una gran cantidad de lanzadores muy potentes y de aplicación desconocida. Una vez listos, fueron dispuestos sobre el planeta y camuflados con redes de protección, de modo que nadie pudiera adivinar nada.
Mientras tanto, Trurl pasaba días y noches en el laboratorio real de cibergenética, vigilando unas calderas misteriosas en las que borbollaban enigmáticos cocimientos. Si un espía se hubiera propuesto observarlo, se hubiera enterado tan sólo de que en las salas del laboratorio, cerradas a cal y canto, se oían a veces unos lloriqueos, y que los doctores y profesores corrían febrilmente, transportando montones de pañales.
El bombardeo empezó una semana después, a medianoche. Servidos por unos viejos artilleros, los cañones se enderezaron todos a la vez, apuntaron a la blanca estrella del país del emperador e hicieron fuego, no mortífero, sino vivífero. En efecto, los proyectiles de Trurl eran niños recién nacidos. Sus lanzabebés dispararon sobre el imperio miles y miles de pequeñuelos que se pegaban a peatones y jinetes. Crecían muy rápidamente y eran tantos, que sus vocecitas gritando «ma-má», «pa-pá», «pi-pi» y «ca-ca» hacían temblar el aire y reventaban los tímpanos. El diluvio infantil duró tanto que la economía nacional no lo pudo soportar y el espectro de la catástrofe se cernió sobre el país. Así las cosas, del cielo seguían bajando avalanchas de bebés, alegres y saludables, que convertían el día en la noche con el aleteo de sus pañales. Pronto el emperador se vio obligado a implorar Misericordia al rey Protrudino. El rey prometió interrumpir el bombardeo, siempre y cuando su hijo pudiera tomar a Amarandina por esposa. El consentimiento imperial fue otorgado al instante. Entonces los lanzabebés fueron puestos fuera del servicio, y Trurl, por prudencia, desmontó personalmente el mujerotrón. Poco tiempo después, como testigo principal de la boda, levantaba su copa a la salud de la joven pareja durante la deslumbrante recepción nupcial, vestido de una túnica recamada de brillantes y esmeraldas. Luego cargó su cohete con diplomas, actas de investidura de feudos y condecoraciones.