La fotografía es una evidencia extrema, cargada, como si caricaturizase no ya la figura de lo que ella representa (es todo lo contrario), sino su propia existencia. La imagen, dice la fenomenología, es la nada del objeto. Ahora bien, en la Fotografía, lo que yo establezco no es solamente la ausencia del objeto; es también a través del mismo movimiento, a igualdad con la ausencia, que este objeto ha existido y que ha estado allí donde yo lo veo. Es ahí donde reside la locura; pues hasta ese día ninguna representación podía darme como seguro el pasado de la cosa si no era por etapas; pero con la Fotografía mi certeza es inmediata: nadie en el mundo puede desengañarme. La Fotografía se convierte entonces para mí en un curioso médium, en una nueva forma de alucinación: falsa a nivel de la percepción, verdadera a nivel del tiempo: una alucinación templada de algún modo, modesta, dida (por un lado "no está ahí", por el otro "sin embargo ha sido efectivamente"): imagen demente, barnizada de realidad.
Intento mostrar la especialidad de dicha alucinación y encuentro lo siguiente: la misma noche de un día en que había mirado una vez más las fotos de mi madre, fui a ver con unos amigos el Casanova de Federico Fellini: me encontraba triste, el filme me aburría; pero cuando Casanova se puso a bailar con la joven autómata, mis ojos fueron impresionados por una especie de agudeza atroz y deliciosa, como si experimentase de pronto los efectos de una extraña droga: cada detalle, que yo veía con precisión saboreándolo, si así puede decirse, hasta el fin de él, me trastornaba: la delgadez, la tenuidad de la silueta, como si no hubiese más que un poco de cuerpo bajo el vestido aplanado; los guantes arrugados de filadiz blanco; la ligera ridiculez (pero que a mí me emocionaba) del plumero que llevaba en el peinado, ese rostro pintado y sin embargo individual, inocente: algo desesperadamente inerte y sin embargo disponible, algo ofrecido amante, mediante un angélico movimiento de "buena voluntad". Pensé entonces irresistiblemente en la Fotografía: pues todo esto es lo que yo podía decir de las fotos que me impresionaban (de las cuales yo había hecho, por método, la Fotografía misma).
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Creí comprender que existía una especie de vínculo (de nudo) entre la Fotografía, la Locura y algo cuyo nombre yo desconocía. Empecé llamándolo sufrimiento de amor. ¿No estaba yo, en suma, enamorado del autómata felliniano? ¿No estamos enamorados de ciertas fotografías? (Mirando fotos del mundo proustiano, me siento enamorado de Julia Bartet, del duque de Guiche.) Sin embargo, no se trataba exactamente de esto. Era una ola más amplia que el sentimiento amoroso. En el amor desencadenado por la Fotografía (por ciertas fotos) otra música se hacía oír, de nombre estrafalariamente anticuado: Piedad. Reuní en un último pensamiento las imágenes que me habían "punzado" (pues tal es la acción de punctum), como aquella de la negra de fino collar, de los zapatos con tiras. Infaliblemente, a través de cada una de ellas yo iba más allá de la irrealidad de la cosa representada, entraba demencialmente en el espectáculo, en la imagen, rodeando con los brazos lo que está muerto, lo que va a morir, tal como hizo Nietzsche cuando, el 3 de enero de 1889, se echó al cuello de un caballo martirizado: se había vuelto loco por Piedad.
Fuente:
Roland Barthes - La cámara lúcida
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